Celebremos su nacimiento… también su muerte y resurrección
“Aunque él era igual a Dios, no consideró esa igualdad como algo a qué aferrarse. Al contrario, por su propia voluntad se rebajó, tomó la naturaleza de esclavo y de esa manera se hizo semejante a los seres humanos”, Filipenses 2:6-7
Cristo, la verdadera razón de por qué se celebra la Navidad, aunque haya sido desvirtuado con el paso de la historia y por las tradiciones de hombres, es también la verdadera razón por la cual existimos todos, aun los que no lo reconocen. Porque así mismo lo establece la Palabra, que todo fue hecho por medio de él y para él (Juan 1:3).
Indistintamente de la época en que haya nacido, lo cierto es que lo celebramos en diciembre, pero aquellos que nos llamamos cristianos deberíamos tomar algo en consideración. Aunque recordamos el nacimiento del Mesías, nuestra alegría como creyentes debería estar basada en la obra completa de Cristo: su encarnación, su muerte, su resurrección y su ascensión. Debe ser así, pues según lo establece la misma Biblia, es en su resurrección que se basa nuestra fe y esperanza.
Rememorar su nacimiento sí debería hacernos recordar también que su venida ha sido el mayor regalo, pero dicho nacimiento fue solo el comienzo del peregrinar hacia el propósito por el cuál fue enviado a la tierra. En otras palabras, que para que verdaderamente podamos vivir una vida de agradecimiento a nuestro creador, debemos entender su obra completa. Esta bien que celebremos su nacimiento. Y ese debe ser nuestro mayor gozo en esta época.
Pero de qué vale celebrar su nacimiento, si no reconocemos para qué fue que vino.
Reconocer el nacimiento, pero no su muerte ni resurrección, es ignorar que murió por nuestros pecados. Es asumir una posición acomodaticia que no nos deja reconocer que estábamos perdidos antes de su venida, pues el género humano nace bajo una naturaleza pecaminosa. Por eso, por los pecados de aquella generación y de las generaciones futuras, fue que Cristo vino y se sacrificó para restaurar la relación de la humanidad con su Creador.
Como lo dijo el autor CS Lewis, “El Hijo de Dios se hizo hombre para hacer capaces a los hombres de convertirse en hijos de Dios”.
Cristo tuvo que venir en forma de hombre para que por medio de su ejemplo, pudiéramos lograr acceso de nuevo con Dios. Él no solo se hizo blanco del castigo que merecía la humanidad por su pecado, sino que también se presentó como el modelo que debemos imitar. Se convirtió en nuestro intercesor ante Dios, para que no fuéramos objeto de la ira que la misma Biblia declara que estaba destinada para nosotros.
En términos generales escucho a mucha gente decir que no simpatizan con la iglesia pero sí con Jesús. Pero también en términos generales, sé que son palabras huecas y cargadas de hipocresía, porque siempre que escucho eso no veo que las acciones respalden dichas palabras. Además, no es lo mismo ser simpatizante, que ser discípulo. Y Jesús vino a hacer discípulos, no a buscar simpatizantes. Y nos ordenó a todos, que prediquemos el evangelio y hagamos discípulos. Solo que muchos no quieren ser discípulos, solo simpatizantes… y de lejitos. Porque así como no hay compromiso con las relaciones, con los empleos, con las instituciones, con el país, con la familia, tampoco la gente quiere asumir compromisos con Dios.
Tan cierto es que hay una diferencia entre simpatizante y discípulo, que hubo gente que se ofendió por el mensaje confrontador de Jesús y dejó de seguirlo. Un simpatizante es solo el que sigue a otros cuando escucha lo que le agrada y solo lo que quiere escuchar, para que acaricien sus oídos. Pero un simpatizante no está dispuesto a que lo disciplinen ni lo confronten. No está ni siquiera dispuesto a que le digan, aunque se lo muestren por la Palabra de Dios, que lo que ha creído, puede estar incorrecto y distanciado de las Escrituras. Mucho menos está dispuesto a escuchar que tal o cual comportamiento es impropio, es pecado.
En esta época recordamos el nacimiento del Mesías, pero ya no celebramos solo al niño, sino primeramente al Dios encarnado en hombre, que murió y resucitó para nuestra salvación. El Hijo de Dios resucitó y tan cierta fue su resurrección, que en una ocasión, durante los 40 días que caminó en la tierra después de levantado del sepulcro, preparó desayuno para sus discípulos y comió junto a ellos (Juan 21.9-14). Y antes, a Tomás el incrédulo, lo instó a tocarlo para que comprobara que resucitó y que estaba con el mismo cuerpo que fue molido a latigazos y rasgado en la cruz.
Así que recordamos el nacimiento del niño, del Mesías, pero mucho más la obra del Hombre en cuya muerte y resurrección se sostiene y fundamenta la fe cristiana. Si verdaderamente dices que lo admiras, sería inmoral que no imites su ejemplo de obediencia, porque esa fue otra de las razones por la que se encarnó: para demostrar a toda la humanidad que con la ayuda del Padre se puede ser obediente; no con nuestras fuerzas, pues somos imperfectos, pero sí mediante una comunión directa con Dios. Por eso Jesús siempre hizo tanto énfasis en que las cosas que hablaba y hacía, no eran suyas, sino las que su Padre le mandaba.
“Al hacerse hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte en la cruz! Por eso, Dios lo engrandeció al máximo y le dio un nombre que está por encima de todos los nombres, para que ante el nombre de Jesús todos se arrodillen, tanto en el cielo como en la tierra y debajo de la tierra, y para que toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para que le den la gloria a Dios Padre”. Filipenses 2:8-11
Reconocer esto, me hizo meditar en que, muchas veces nos entristecemos en esta época cuando por alguna razón faltan los recursos para regalar a nuestros seres queridos; o más aun cuando recordamos a esa persona que murió recientemente o hace muchos años; o también cuando añoramos estar con esos que tuvieron que marcharse del país.
Es perfectamente de humanos que pasemos por esas emociones, y que incluso pasemos nuestros procesos de duelo. Pero deberíamos aspirar en algún momento a abandonar la autocompasión y ese sentido de víctimas. No lo digo para minimizar el dolor que muchas personas pasan en esta época en especial.
Pero al meditar sobre todo esto, también me entristecía conmigo mismo al pensar que en ocasiones me he dejado sumir por sentimientos como los descritos arriba. Tristeza, porque si bien es de humanos que pasemos por dolor y desasosiego, más triste es que nunca reconozcamos que hemos pretendido basar nuestra felicidad y alegría en lo material, en que todo esté bien a nuestro alrededor, que nadie esté ausente, que no nos falte nada, que tengamos regalos para todos, que podamos hacer todas las compras que queremos en esta época, en tener lista la cena navideña, que la casa esté lista para cuando lleguen los familiares y amigos, etc, etc.
Al actuar así, parecería que nunca hemos entendido en realidad por qué es que celebramos Navidad. Y entonces decimos, estas Navidades no van a ser las mismas. Vuelvo a aclarar que no se puede minimizar el dolor. Pero lo que quiero enfatizar es que hemos basado equivocadamente nuestra alegría en la Navidad, no en Cristo, sino en que todo nos marche bien. ¿Entonces, en qué decimos que creemos?
En el camino, y en medio de tanto afán por preparar las cosas para las fiestas de Navidad, se nos pierde el Cristo que decimos que creemos. Dejamos para lo último a ese niño, que muchos en sus saludos desean que nazca en los corazones de los demás. Deberíamos preguntarnos, ¿nació en el nuestro primero?
Deberíamos cuestionarnos también, si es que preparamos nuestro corazón para que el Mesías naciera en él, si acaso hemos crucificado y muerto a nuestro egoísmo, nuestras idolatrías, nuestro pecado en general. Debemos preguntarnos, los que decimos que celebramos a Jesús en esta época, si de verdad hemos muerto juntamente con él a nuestro pecado, y hemos resucitado a la nueva vida que solo él es capaz de darnos.
Esa vida, la vida de discípulos, no se hace meramente por ir a misa, al servicio, al culto o a la reunión un sábado o un domingo. Esa vida de discípulo comienza reconociendo que éramos pecadores, que sin Cristo estábamos destinados a la muerte eterna, porque por nosotros mismos no podíamos obtener salvación. Y esa vida de discípulo tiene que manifestarse en que estemos dispuestos a entregarnos a su voluntad y a poner todo deseo e incluso todo sueño, a la disposición de Dios.
Como discípulos tenemos que estar dispuestos también a tomar decisiones basadas en la voluntad de Dios, y a consultarlo como se supone que un hijo haga con su padre buscando consejo.
Recordemos que sí hubo un nacimiento, el cual conmemoramos hoy, Día de Navidad, pero que ese nacimiento fue el comienzo de una esperanza de nueva vida para los hijos de Dios.
“En esto consiste la condenación: en que la luz vino al mundo y la gente prefirió las tinieblas a la luz, pues las cosas que hacía eran malas. Todo el que hace lo malo odia la luz, y no se acerca a ella por temor a que sus malas acciones se descubran. En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se vea que obedece a Dios en lo que hace”. (Juan 3:19-21)