El empeño de tener
Cuando nos empeñamos en tener algo, a veces tendemos a justificarlo con múltiples excusas, y en el caso de los creyentes, en ocasiones espiritualizamos el asunto con tal de aplacar la conciencia que nos está diciendo que eso no nos conviene.
Muchas veces le pedimos a Dios tomando como base lo que dice la Palabra de que todo lo que pidamos en el nombre de Jesús, lo recibiremos. Utilizamos ese pasaje como si fuera un cheque en blanco.
Lo peor de todo es que hemos llegado a creer, y hasta nos han eseñado, que Dios está obligado a respondernos porque estamos orando citando su Palabra. La pregunta es ¿dónde queda la soberanía de Dios.
El ejemplo de Raquel en Génesis 30 me parece un ejemplo de esos cuando por nuestra insistencia, Dios permitirá que recibamos ciertas cosas, sin que eso signifique que es Dios mismo concediéndonos eso que tanto anhelábamos. Dios puede permitirlo pero no significa que lo apruebe.
De hecho, lo permitirá porque de alguna manera debemos aprender la lección de que no podemos basar nuestras decisiones en nuestros meros deseos, pues muchas veces somos engañados por nuestras propias emociones. Muchas veces la emoción nubla el entendimiento y nos lleva a actuar a la ligera. No solo dejamos de escuchar o consultar a Dios en oración, sino que dejamos de escuchar a esos seres queridos o allegados que tienen un panorama más claro. Y lo tienen porque al estar nosotros tan involucrados en eso que deseamos, quedamos ciegos e incapaces de ver lo que todos los demás ven.
“Cuando Raquel vio que ella no podía darle hijos a Jacob, sintió envidia de su hermana Lía, y le dijo a su esposo: -Dame hijos, porque si no, me voy a morir”. (Génesis 30:1)
Puede parecer ridículo de parte de Raquel, pero sin justificar su error, hay que entender por un lado de que en esa cultura, asegurarse de tener descendencia era trascendental. Sin embargo, vemos en esa misma historia cómo el deseo desmedido de algo, y para colmo de males basado en una intención dañina del corazón, como era la envidia de una hermana hacia la otra, tuvo malas consecuencias.
“Entonces ella le dijo: – Mira, toma a mi esclava Bilhá y únete con ella; y cuando ella tenga hijos, será como si yo misma los tuviera. Así podré tener hijos”. (Génesis 30:3)
Pero a pesar del error de Jacob al aceptar el ofrecimiento de su esposa Raquel, el mismo de Abraham cuando Sara le habló en los mismo términos, no impediría que se cumpliera el propósito de Dios.
Esto nos deja ver que ni nuestros errores, pero tampoco nuestras obras de bien están por encima de lo que Dios dispone. En este caso, el plan de Dios se tenía que cumplir, pues la nación de Israel saldría de los 12 hijos de Jacob, que a su vez formaron las 12 tribus de las que salió el pueblo de Israel.
Dios no necesitaba la ayuda de Jacob, ni de Raquel, ni de Lea. Su error trajo consecuencias, pero no perdamos de vista que eso no impidió el cumplimiento del plan de Dios. Sin embargo, esto no quiere decir que no viviremos las consecuencias de nuestras malas decisiones. En cambio, Dios en su misericordia nos permite a pesar de las consecuencias, ver oportunidades de redención.
Pero hoy debemos preguntarnos entonces, si eso que le estamos pidiendo a Dios es realmente la voluntad de Él o nuestro capricho. Y resulta peor si eso que estamos empeñados en conseguir, lo hemos tratado por nuestras fuerzas sin consultarlo en oración a nuestro Padre.