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Tantos siglos, tantos mundos y coincidir

 Así reza  la canción de Silvio Rodriguez que nos habla de coincidencias, tiempos y destiempos. En estos días ando preguntándome sobre esa experiencia humana del encuentro de almas que pareciese venir de hoy y de tiempos atrás. Esa experiencia de enamorarse, conquistarse, verse atraído misteriosamente por alguna persona -hombre o mujer- a quien de momento se empieza a ver con otros ojos, con otra mirada.

Y no hablo del enamoramiento novelesco, ese que hace que la vida se reproduzca, ese que junta, que hace que los humanos nos atraigamos, nos muramos de ganas. Tampoco el que veo a diario en mi entorno y que termina en una noche de placer, un encuentro casual y que deja espacios vacíos en el ser. Ese que no necesariamente termina feliz como en las novelas, porque no logra descubrir la riqueza mayor, lo que está en la medula de lo que significa encontrarse.

Hoy hablo del otro, hablo del encuentro que también puede darse por enamoramiento, por conquista por atracción de ciertos atributos, pero los trasciende todos, los supera y en un contacto de miradas, de coincidencias, se revela una conexión que pareciese ha existido desde otros tiempos, mientras se manifiesta una presencia que ha sido eterna y que hace que el alma toque la otra alma y se reconozcan.

Creo que todos lo hemos experimentado, pero no todos nos hemos detenido a reflexionarlo. Nos atemoriza, nos distrae, no lo comprendemos.  Hablo de eso que ocurre cuando en un encuentro en algún café, en alguna buena conversación, en alguna coincidencia de vida, nos vemos en la otra persona y nos sentimos que somos parte de ella. Y de momento sucede: nos reconocemos, nos damos cuenta que nos conocemos de toda la vida, de este y de otros espacios.  Se descubren todo tipo de coincidencias, se sincronizan tiempos, espacios, pensamientos, virtudes, afectos.  Brota lo mejor de uno desde la mirada del otro. 

En la profundidades de todo manantial hay corrientes de agua que fluyen por debajo de la tierra. Esas corrientes van conectando los manantiales que surgen en distintos lugares y dan agua y vida a su entorno. Pero de alguna forma todos están interconectados en lo profundo por esa corriente que es un único fluir que abreva a todos. 

Creo que así pasa con nosotros, los humanos, pertenecemos a la misma tribu, diría un amigo. Somos de la misma fuente, el mismo espíritu creador nos ha definido y nos ha enlazado con una misma corriente, la corriente profunda, inalterable e inagotable del amor.

Somos seres únicos pero enlazados en un todo,  desde lo profundo del ser por la experiencia del amor. Entonces, cuando dos se reconocen, se encuentran, se sienten conectados  desde otros tiempos, es porque realmente así es.  Porque somos vidas unidas,  entrelazadas y  conectados. Hay que dejar que esa pasión que nos acerca, de verdad nos acerque. Nos acerque desde la corriente profunda de lo que es uno y el otro.

¿Que existe el riesgo de que sea el enamoramiento el que termine plantando su reinado y nos quedemos en la superficie del pozo? Es posible, como posible es que nos conformemos con una trama pasional de toma, dame y sigue tu camino. Esto pasa y seguirá  pasando mientras los humanos no descubramos nuestra plenitud, mientras no nos atrevamos a sumergirnos en esas profundidades donde habita la mayor riqueza humana, esa que ve más allá de lo físico, esa que sabe de acompañar el dolor, vivir la renuncia, y gozarse los detalles sencillos del coexistir. La riqueza que nos define como seres llenos de amor que sana, libera, que convierte en milagro el barro.

He descubierto que en esos encuentros a veces enamoradizos -en esas sincronías inesperadas, en esas miradas que nos permiten llegar a lugares donde la palabra no llega- surgen grandes experiencias, grandes amores que permanecen, misiones, proyectos, afectos, juegos y abrazos que nos dan vida.

Pero hay que atreverse a sumergirse en las aguas del manantial, que nos enlaza y nos revela nuestra esencia, eso que es parte de nuestra identidad: que somos seres en relación, unidos con otros desde lo profundo, con  otros que necesitamos para florecer, para crecer para amarnos y ser amados.

Ojalá nos atrevamos a disfrutar más y con más permanencia esa experiencia misteriosa del encuentro de almas.

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