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La catarsis

La fiesta empezó el sábado 13 de agosto de 2016 y todavía no ha parado. Parecería que desde ese momento no hay deuda, crisis fiscal, altos niveles de crimen, junta de control, ni emigración masiva. Mónica Puig derrotó a la alemana Angelique Kerber en Río de Janeiro, ganó la primera medalla de oro olímpica para Puerto Rico y el país se desbordó en llanto, en vivas, en orgullo, en abrazos y en alegría.

El inmortal Nelson Mandela dijo una vez: “El deporte despierta la esperanza donde antes había solo desesperación”. Nosotros comprobamos la máxima en aquella tarde perfecta en que nos dejamos arropar por la sensación de éxtasis que nos produjo la victoria de Mónica Puig.

Muchos exclamaron la que desde un tiempo hacia acá es nuestra máxima expresión de orgullo patrio: “¡Yo soy boricua, pa’ que tú lo sepas!”. Incontables banderas ondearon en celebraciones en todos los rincones del país y en comunidades boricuas en Estados Unidos. Demasiados no pudimos controlar el llanto cuando vimos la hermosa bandera boricua ser levantada en la cancha mientras “La Borinqueña” sonaba para el planeta y espesas lágrimas se desplazaban por las mejillas de la bella Mónica Puig.

Fue, en pocas palabras, una catarsis que nos hizo sentir lavados y liberados de todo lo malo que nos ha pasado durante tantos años. El escritor Eduardo Lalo lo describió magistralmente en una columna publicada ayer en este periódico: “El llanto colectivo era la alegría del triunfo, pero también era la liberación del dolor acumulado de muchas décadas”.

Fue una manifestación espontánea. Muy pocos dijeron: voy a aprovechar el triunfo de Mónica Puig para exacerbar el orgullo colectivo nacionalista en Puerto Rico. Hubo quien celebró el triunfo como la gesta individual de una joven atleta que se ha sacrificado lo indecible por colocarse en el mapa mundial de la disciplina a la que ha dedicado su vida. Pero la inmensa mayoría, incluyendo la propia Mónica Puig, lo interpreta como un triunfo de Puerto Rico.

Fue espontáneo en la medida en que la gente respondió instintivamente al galope del corazón y la sensación de amor por sí mismo. Salvo muy raras excepciones, se sumergió en el mar de la fiesta más allá de la ideología que se tenga. Y es precisamente el carácter de espontáneo lo que convierte en trascendentales los eventos de los últimos días y alumbra las contradicciones, paradojas y complejidades con las cuales nos acercamos a los críticos días que vienen para Puerto Rico.

La explosión de orgullo por las actuaciones de Mónica Puig en Río de Janeiro se dan en la misma semana en que La Encuesta de El Nuevo Día revela que el 65% de los puertorriqueños favorecería en este momento la estadidad como opción de status, si hubiera consulta ‘Sí o No’. Si la consulta fuera ‘estadidad o independencia’, la estadidad obtendría el 57% de los votos. Pero hay un 34% de indecisos.

El sol no se puede tapar con la mano. Las expresiones de júbilo que vimos en los pasados días con el desempeño de los atletas que representan a Puerto Rico en los Juegos Olímpicos son una manifestación clarísima del fuerte sentido de identidad propia, distinta de cualquier otra, sobre todo de la anglosajona, que tienen los puertorriqueños de cualquier ideología.

Eso es un problema para la anexión. Estados Unidos es una sociedad pluralista, que hasta ahora ha abierto las puertas siempre a gentes de todo origen. Pero no es un estado multinacional, ni ha dado señales nunca de que quiera serlo.

Conviven allí comunidades de distintas identidades y en ciertos lugares puede dar la impresión de que no es necesario siquiera hablar inglés. Pero ese es su idioma predominante y todos los asuntos del gobierno federal y de los estados se conducen en inglés, aunque en muchos sitios se hagan excepciones para acomodar a los que hablan otro idioma, pero solo como una transición hacia la adopción del inglés como lengua propia.

El idioma es la señal de identidad propia principal de los estadounidenses; el nuestro es el español.

Es innegable que tras 118 años de relación, casi la totalidad de los puertorriqueños sienten un fuerte vínculo con Estados Unidos. La mayoría, en este momento, parece dispuesta a llevar ese vínculo un paso más allá, solicitando la integración como estado. Pero es un vínculo difícil de explicar porque aquí casi nunca se sienten como propias las penas y las alegrías de Estados Unidos. Miremos bien y veamos que no hay un vínculo emocional con Estados Unidos.

Por ejemplo, el ataque terrorista en la discoteca Pulse en Orlando lo sentimos en el alma, pero fue porque una gran cantidad de víctimas eran de aquí. A otros brutales ataques que sacudieron la fibra del pueblo estadounidense, como la matanza en la iglesia metodista de Charleston en Carolina del Sur, apenas se les prestó atención aquí. Fue como si hubieran pasado en cualquier otro país.

A la hora en que se escribió esta columna, Estados Unidos había ganado 38 medallas de oro en Río de Janeiro, más que cualquier otro país. Como todo el planeta, hemos seguido de cerca las asombrosas hazañas del nadador Michael Phelps y la hermosa historia de redención de la gimnasta Simone Biles. Pero no se ha visto gente sacando la bandera de Estados Unidos y celebrando en nuestras calles esos notables triunfos.

El tema de la estadidad y los Juegos Olímpicos se ha limitado a la estéril discusión de si habrá equipo olímpico propio en un estado 51. Esa es una discusión que carece de sentido en este momento, primero porque la estadidad no está planteada y, segundo, porque a la hora de elegir el destino político final de Puerto Rico qué equipos deportivos tendremos será uno de los temas menos importantes.

Lo que de verdad nos ha mostrado la catarsis de estos días es la manera tan fuerte como aquí seguimos viéndonos a nosotros mismos como un pueblo único y distinto de cualquier otro. Cómo se puede conciliar eso con la integración a EstadosUnidos es una pregunta que tenemos que hacernos, mirándonos a la cara y dándonos respuestas francas, tanto aquí como en Washington.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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