La alegría más perfecta
Me tocó ir a donar sangre el viernes. Al lado del banco de sangre, hay una pequeña escuela elemental pública. A la hora en que yo estaba allí, había recreo en la escuela. Llegaba hasta mí el cautivador bullicio que sale de los patios de las escuelas elementales cuando hay recreo: risas, gritos, voces perfectas. Suena más lindo que pájaros cantando. Parecían destellos cristalinos en medio de la sinfonía disparatada de una ciudad caótica como San Juan.
No hay edad más fascinante que la que se tiene cuando se está en escuela elemental.
Es la época de la vida en la que ya se tiene conciencia de ser uno mismo y no han llegado todavía las dudas, los conflictos internos y las sacudidas que trae la adolescencia, a la que sigue la adultez, más complicada aún. Nunca es la alegría tan perfecta, ni tan fuerte la esperanza, como en ese tiempo en que ya se sabe de todo lo maravillosa que puede ser la vida, sin conciencia todavía de los desafíos que también entraña.
Esa es la edad en que todos los niños y niñas saben que pueden llegar a ser doctores o doctoras, peloteros de grandes ligas, medallas de oro en tenis, pilotos de fórmula uno, científicos de renombre mundial o lo que sea, que no tiene límite el espacio para acomodar sueños que hay en la conciencia que se tiene en esa época de la vida. A esa edad, este que escribe creía de todo corazón que podía llegar a ser el próximo Cheo Cruz (aunque le faltaba ya poco para el doloroso descubrimiento de que carecía absolutamente de talento para el béisbol).
Esto es más cierto cuando se trata de niños que viven y crecen en ambientes saludables, que tienen padres que los aman, los protegen, los guían y les dan buenos ejemplos, escuelas que pueden capturarles la imaginación y hacerlos descubrir y entender sus talentos, y comunidades en las que se sientan seguros y estimulados. Niños que crecen en esas condiciones casi siempre son adultos responsables y productivos, que mayormente tendrán hijos que los emularán.
Trágicamente, hay demasiados niños y niñas viviendo en condiciones nada parecidas a los ambientes saludables y estimulantes descritos en el párrafo anterior. Son miles, incontables, los que viven entre violencia, drogas, abusos, marginación, desespero, abandono y hasta hambre. En Puerto Rico, unos 50,000 niños al año son víctimas de algún tipo de abuso, desde algo tan simple como no ponerle sus vacunas, hasta algo tan bestial como ultrajarlo.
Eso es una herida bien profunda en el corazón de la sociedad puertorriqueña que nunca hemos querido mirar de frente, con consecuencias que suelen ser trágicas.
En la semana que acaba de concluir, este diario publicó la serie especial “Madres Rotas”, hecha por este servidor y basada en las historias de cuatro mujeres que cumplen largas condenas por los asesinatos de sus propios hijos. Tres de las cuatro siguen negando, años después de haber sido condenadas y sentenciadas, ser las responsables de las muertes, unas con más sentido que otras.
El propósito de la serie no era reexaminar los casos, aunque al menos uno de los relatos, el de Xiomara Rodríguez, condenada a 99 años de cárcel por haber dejado a su bebé de cinco meses ahogarse en su vómito sin haber hecho nada para impedirlo, merece, creo, una nueva mirada de las autoridades.
Tampoco se trataba, por supuesto, de justificar los trágicos desenlaces.
El propósito de la serie era mostrar, a través de sus propias voces, de dónde venían, cuánto habían sido cuidadas y protegidas, y con qué valores se habían criado mujeres que pudieran ser capaces de actos tan abominables, con el fin de alumbrar hacia los rincones más oscuros de la sociedad donde se fermentan tragedias de esa magnitud y que pensemos en qué podemos hacer para minimizarlas.
El cuadro revelado por las mujeres le sacude el espíritu a cualquiera.
Sheila Acumulada, convicta por el asesinato de dos de sus cuatro hijos, fue abandonada por su madre alcohólica, tuvo que hacerse cargo de sus hermanos cuando apenas tenía cinco años y a los once años había vivido en diez hogares sustitutos y sido víctima de varias agresiones sexuales.
Xiomara Rodríguez creció sintiendo en todo momento el desprecio de su madre, también alcohólica. Emilia Rodríguez, culpable de matar a su niña de año y medio, nunca conoció a su madre, una adicta a drogas, su padre murió cuando ella tenía cinco años y se sentía menospreciada por el resto de su familia.
Quizás el caso más dramático es el de María de los Ángeles Ortiz. Creció entre usuarios de drogas y alcohólicos, era salvajemente golpeada por su propia madre y a los once años un hombre de 21 años se la llevó a vivir como su mujer, con el consentimiento de la familia de María de los Ángeles.
A los 14 años era madre de gemelas y drogadicta, y a los 19 años, en un arrebato de crack, marihuana y alcohol, golpeó y estranguló hasta matar a su bebé de año y medio. María de los Ángeles nunca tuvo ni un pequeño resquicio por el cual escapar del infierno en que nació.
Conocimos de sus casos porque fueron acusadas y convictas de matar a sus hijos. Pero como ellas hay incontables criaturas más que ahora mismo están siendo golpeadas, abusadas, violadas, dejadas con hambre, despreciadas y abandonadas, o viviendo entre drogas, delincuencia y muerte. Muy pocas, en el futuro, matarán a sus hijos. Pero salvo los héroes y las heroínas que a pesar de trasfondos así puedan superarse y convertirse en ciudadanos y ciudadanas de bien, la mayoría continuará repitiendo el ciclo del maltrato y la desgracia.
Para un niño o niña, la familia, la comunidad y la escuela, son el universo. Lo que ven y viven ahí es para ellos lo normal, lo natural. El que crece viendo a sus padres ser honestos y trabajadores, vive en una comunidad sana, y tiene una escuela en la que se sienta apreciado, es muy probable que sea feliz de adulto.
Del mismo modo, el que crece maltratado, mal querido, viendo lo perverso como lo cotidiano, tiene los dados del futuro cargados en su contra.
Puerto Rico vive una coyuntura crítica. Nos ocupan problemas de gente grande: el coloniaje, la quiebra, el estancamiento, la emigración, cosas así. Puede que en el aturdimiento no hayamos vuelto a mirar hacia abajo, allá en el rincón oculto donde ahora mismo hay niñas y niños siendo amamantados con dolor y con desgracia. Pronto, si no prestamos atención, estarán ellos y ellas, a su vez, dándoles puré de sangre y biberón de vicios a sus propios hijos.
Prestemos atención, pues.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)