Gracias, Anaudi
Tal vez no nos hemos percatado, pero tenemos muchas razones para estar muy agradecidos conAnaudi Hernández, el empresario de poca monta, pero millonario, del área oeste, que protagoniza el monumental escándalo de tráfico de influencias, corrupción, fraude y poca vergüenza que está quedando expuesto, en hora dramática tras hora dramática, en la corte federal.
El desarrollo de “la novela de Anaudi”, como ya se le empieza a llamar, se da al mismo tiempo de otro evento de tremenda trascendencia también esta semana: el nombramiento y entrada en funciones de la Junta de Supervisión Fiscal que, por tiempo indefinido, será el verdadero poder aquí y a la que tendrá que reportarse, sin chistar, el gobernador de ahora y cualquier otro que elijamos en las elecciones.
La Junta, repudiada ferozmente por algunos y entendida como un desenlace doloroso pero inevitable por otros, va a estar en funciones por tiempo indefinido. Durante ese tiempo, seremos meros observadores de sus acciones, en las cuales no tendremos prácticamente ninguna injerencia, por más que nos afecten.
Uno de los significados que puede atribuirse a la acción de Estados Unidos de ponernos un guardia a velar cómo conducimos nuestros asuntos financieros, es que aquí somos incapaces de manejarnos a nosotros mismos. También puede pensarse que los puertorriqueños, por nuestra naturaleza irresponsable y desordenada, malbaratamos la poca autonomía que Estados Unidos nos concedió en 1952 y, por nuestro bien, los americanos tuvieron que quitárnosla.
Ante esas ideas es que adquiere importancia el personaje de Anaudi Hernández y las lecciones fundamentales que con su cándido, cínico o asustado testimonio nos está dando sobre el tipo de actuaciones que llevaron al País a la ruina y nos pusieron a la vergonzosa coyuntura de que tuvieran que venir de afuera a velarnos.
Con sus confesiones, Anaudi Hernández está dibujando con precisión milimétrica las razones por las cuales el Gobierno de Puerto Rico casi nunca funciona y por dónde se van los recursos que, con tanto sacrificio, aportamos con nuestras contribuciones a las arcas públicas.
Vimos cómo Anaudi Hernández entendió al Gobierno como un negocio y una garantía para su seguridad financiera. Tenía unas cuantas tiendas de celulares, pero salió de ellas cuando vio que su amistad con los hermanos Alejandro y Luis Gerardo García Padilla le abría las puertas del presupuesto del Gobierno de Puerto Rico, que a pesar de sus problemas sigue siendo una presa muy apetitosa.
Fíjense que no hemos oído a Anaudi Hernández decir que él creía que tenía unos talentos que podían contribuir al desarrollo de la sociedad, a una administración sana, a que las cosas por fin funcionaran bien en el Gobierno, ni a ningún fin noble. Lo único que ha dicho con dolorosa claridad es que se babeó con el acceso al presupuesto del Gobierno que le daba su amistad cercana con los hermanos García Padilla y se movió subrepticio como una serpiente para lograrlo.
Ahí está, retratada en todo su horroroso esplendor, una de las causas de la quiebra: las legiones de oportunistas, truqueros y pelafustanes que viven pegados de la teta del Gobierno, inventándose compañías de la noche a la mañana, chupándonos el vivir, sin ningún talento que no sea el que se necesita para sobarse en cuartos oscuros con los que nos gobiernan.
Antes de ver la luz con los hermanos García Padilla, Anaudi Hernández se dedicaba a la venta de celulares. El Gobierno no vende celulares y ese talento, por lo tanto, no le servía de nada. Por eso fue que Anaudi Hernández se inventó con sus socios criminales un par de compañías para dar servicios en los cuales no tenía ninguna experiencia y, por sus contactos mal habidos, los consiguió.
He ahí otro de los grandes problemas del Gobierno: los drones y los drones de dinero que se botan aquí todo el tiempo en programas, iniciativas y embelecos que no sirven.
Con sus contactos, Anaudi Hernández también logró que nombraran en sus puestos a las personas que le eran convenientes para sus negocios. De ninguno dijo que era el más talentoso posible para la plaza en cuestión. El criterio era que le debieran sus puestos, que tuvieran favores que necesitaran pagarle acomodándolo para agarrar un billetito aquí y otro allá.
Con esto nos encontramos, de nuevo, con otro gran problema del servicio público aquí: el nombramiento de personas a puestos claves no porque sean talentosos, ni tengan mucho deseo de servir, sino porque conocen a fulano, a sutano o a mengano, que a su vez conoce a otro fulano, a otro sutano y a otro mengano.
Esos que nombran a puestos para los que no están capacitados son los responsables de que prácticamente ninguna agencia funcione aquí, lo cual nos lleva a pensar, con demasiada frecuencia, que es el País el que no sirve.
Usted junta esos tres elementos –corruptos oportunistas cebándose del presupuesto público, contratos dados a gente que no tiene la menor idea de para lo que se le contrató y jefes de agencia y sus correspondientes alicates sin más talento que saber hacer amigos– y ahí hay demasiado de las razones por las cuales estamos en bancarrota.
Le podemos agregar, para indignarnos más si cabe, que, sabemos todos, y nos duele, que Anaudi Hernández no inventó estos pecados, que así es que se ha conducido el mambo aquí por tiempos inmemoriales y nos abofetea la cara la comprensión de por qué es que Estados Unidos cree que la democracia es buena en Irak, para Libia y para Afganistán, pero no aquí y nos mandó la Junta a que nos gobierne.
En definitiva, no es Puerto Rico ni los puertorriqueños los que no servimos. Son los gobernantes de ahora y los de antes, que se dejan comprar por elementos como el Anaudi Hernández de ahora y los de antes, los que con sus trampas, su avaricia y su mezquindad nos destruyeron el País.
Demos gracias, entonces, a Anaudi, por habernos dado esta lección tan importante en un momento en que la necesitábamos tanto.