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Las cosas por su nombre

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El último que ríe

La entrevista llegó a un punto muerto. El periodista había estado cuestionando al funcionario sobre las viejas prácticas de evasión contributiva conocidas por todos en las que suelen incurrir personas, empresas, comercios, demasiado pájaro en este país. La conversación había comenzado a dar vueltas en torno a lo mismo. No estaba llegando a ningún lado.

Paró la entrevista. Entraron en confianza. Suele pasar. Cuando un periodista entrevista con frecuencia a un funcionario, no es raro que el funcionario de vez en cuando deje ver un poco de su alma. Entraron en lo que se conoce en el argot periodístico como un “off the record”, un recurso que usan periodistas y sus fuentes para hablar de algo que no se puede publicar o al menos no citando a quien lo dice. A veces lo usan los funcionarios para eso mismo, para dejar ver un poco de su alma.

Y este en particular se dejó ver de alma entera. “¿Tú sabes por qué yo no puedo hacer eso que tú me pides?”, le preguntó al periodista. “Porque yo tengo que pensar en mí cuando salga de este puesto”, se respondió él mismo, sin sonrojarse.

La anécdota tuvo lugar hace unos cuantos gobiernos. Se la contó al que escribe esta columna, perplejo, un colega. El funcionario en cuestión era entonces secretario de Hacienda. Y en sus palabras, cándidas o cínicas, o ambas, mostró la actitud con la que asumen el servicio público más de los que podríamos imaginar.

Puerto Rico tiene su buena cuota de jefes de agencia que ennoblecieron el servicio público sudando el puesto y haciendo la diferencia, aun con las descomunales limitaciones que supone un Estado grande, caótico, indomable, corroído por la política partidista, por la corrupción, por la apatía y por el cinismo, como el nuestro.

Pero también están, y hay quien puede pensar, de manera no del todo descabellada, que son más, los que fueron a satisfacer su ego, para que sus familias los quisieran más, a trabajar para el partido, a hacer nombre para dedicarse después a la política, a devengar un salario de una magnitud que por sus propios méritos no habrían logrado jamás, a ganar influencias o a pasarle la mano a quien ellos esperaban que se la pasara después, como el ya mentado hace un par de párrafos.

Están todos esos y está Juan Zaragoza, el actual secretario de Hacienda.

Tamañas las sorpresas que nos está dando casi a diario este señor. El país está viendo atónito que a Zaragoza, como si él también no fuera mañana a salir del puesto, se le ha metido en la cabeza la loca idea de que al gobierno se va a trabajar, que hay cosas muy vergonzosas con las que hay que terminar y meterles mano a esas cosas sin miedo.

El Departamento de Hacienda, al mando de Zaragoza, ha emprendido acciones que hace tiempo el Estado nos debía a los ciudadanos decentes: una lucha sin cuartel contra los negocios que incurren en la infame práctica de cobrarle al ciudadano el Impuesto sobre Ventas y Uso (IVU) y no remitirlo al Gobierno.

Han caído restaurantes chic y fondas legendarias, franquicias de cadenas multinacionales, constructoras, concesionarios de autos, farmacias, tiendas de ropa de niños, industrias pesadas e industrias livianas, detallistas y mayoristas, locales y extranjeras, conocidas y desconocidas, mancornadas unas con otras por el afán criminal de quedarse ellos con lo que nos pertenece a nosotros.

Y falta más. Zaragoza está acabando con los decretos de exención de contribuciones de los que gozan los mismos que después se roban lo que es del pueblo. Va a ir contra los bienes personales de los directivos de las empresas que incurren en estas deleznables prácticas. Va a radicar en las próximas semanas cargos criminales contra decenas de directivos de empresa que se prestaban a estas trampas. Afine la vista y lo verá: está temblando medio mundo.

Zaragoza está hablando de estos temas en términos tan claros, tan directos, que, por desacostumbrados que estamos a oír a gente del Gobierno hablando así, tenemos que ir dos veces sobre lo dicho para estar seguros de que entendimos. Esto es corrupción, ha dicho Zaragoza. Es pillaje puro y duro.

Los que hacen esto, ha insistido, son del tipo de emperifollado que se hace pasar por “pilar de la sociedad”, va a misa y es miembro de organizaciones civiles que da lecciones de moral al resto de la sociedad. Algunos de los negocios intervenidos, dijo Zaragoza en una columna publicada ayer en este diario, son “templos de influyentes e influidos”.

El Departamento de Hacienda, como toda agencia del Gobierno de Puerto Rico, es un enredo burocrático que da horror, si no lástima. Es una agencia lenta y errática. Por años, habíamos estado viendo promesas de que se iba a reformar. Promesas que se deshacían como un globo al contacto de un alfiler, porque la reforma de Hacienda era amenaza para muchos de los “influyentes e influídos” de los que ha hablado Zaragoza.

Elogiar a un secretario en funciones es tan arriesgado como ponerle a una calle el nombre de alguien vivo. Se corre el riesgo uno de que mañana le salga un esqueleto y alguien diga: “¿viste, tú que lo estabas alabando?”. Pero en este momento, hasta la hora en que se pone el último punto de esta columna, las acciones de Zaragoza contra la corrupción y la hipocresía merecen un aplauso. Falta mucho para que Hacienda sea una agencia óptima. Falta, vamos, casi todo. Pero lo de las últimas semanas no es poco.

Zaragoza explica en la historia de la portada de hoy de este periódico su propósito: instalar en la conciencia del país la idea de que aquí hay un régimen de ley y orden del que ya no muchos, como antes, pueden reírse porque se está viendo que a veces las malas acciones traen consecuencias.

Están corriendo algunos a Hacienda en estos días a poner sus cuentas claras. Ya no están riendo. Han recordado que el último que ríe, ríe mejor y ahora somos los decentes los que nos estamos riendo de los que por años se burlaron de todos nosotros.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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