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Las cosas por su nombre

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El intocable Donald Trump

A Donald Trump no le han imputado ser pedófilo. Quizás eso sería lo único que lo haría perder el apoyo que en este momento le tiene con la presidencia del país más poderoso del mundo al alcance de la mano.

De Trump se ha dicho, y con evidencia que tiende a sustentarlo, que es un ladrón, al haber estafado a los que pagaron miles de dólares por los cursos fatulos en bienes raíces, de su Trump University. Que es racista, al haber transado una demanda por negarles sistemáticamente vivienda a familias negras en sus proyectos de Nueva York y Cincinatti y por sus ataques contra el juez federal de origen mexicano Gustavo Curiel. Que es un misógino por haberse referido a mujeres en términos como “cerdas”, “vagas” y “perras”.

Se sabe que múltiples de sus negocios se han ido a la quiebra y que sobran exasociados suyos que le acusan de haberlos timado. Se sabe que no ha querido hacer públicas sus planillas, como todos los candidatos presidenciales estadounidenses desde Richard Nixon hacia acá, pero de lo poco que se ha podido averiguar por otros medios se conoce que varias veces no ha pagado un centavo en contribuciones federales y que la deuda de sus empresas asciende a por lo menos $650 millones.

Se sabe que mientras ataca a inmigrantes indocumentados, los contrata por miles en sus proyectos de construcción. Se sabe que tiene a extremistas de derecha en su círculo más cercano de campaña. Se sabe que tiene una extraña fascinación por el presidente ruso, Vladimir Putin, cabeza de un gobierno brutalmente corrupto y represivo. Se recuerda que insultó al venerado senador John McCain, considerado un héroe de guerra y menospreció a los padres de un soldado musulmán caído en combate.

Se sabe que ha sido adúltero, que es aficionado a insultar a todo el que no sea un adulador suyo, que ha fomentado agresiones contra los que protestan en sus actividades de campaña y que se mofó del impedimento físico de un periodista. Se sabe que es un mentiroso compulsivo. El lunes, la revista digital Político publicó un análisis detallado de las cinco horas de expresiones públicas que había hecho Trump la semana anterior. Encontró una falsedad cada tres minutos y 15 segundos.

Todo esto, y mucho más, se sabe sobre Trump. El propio candidato dijo en una ocasión que él podría matar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y no perdería votos. El New York Times dice en un editorial publicado horas después del debate del lunes, que nada que no sea “bajarse los pantalones en el auditorio” afectará  el apoyo que tiene entre gran parte del electorado americano.

Lo que, sin embargo, nadie puede decir de Trump es que no tiene posibilidades de ganar la presidencia de Estados Unidos en las elecciones de dentro de mes y medio. En este momento, el promedio de encuestas preelectorales lo ubica con solo 2.1% de desventaja de la candidata demócrata, Hillary Clinton. Hace pocas semanas, los separaban unos ocho puntos.

Estamos viendo, pues, a un político que ha desafiado todos los códigos no solo de lo que es política, sino de lo que es decencia humana, y aun así sigue ganando adeptos por drones. De continuar esta ruta, dentro de pronto el planeta estará ante una sacudida telúrica que no hace mucho parecía impensable: Donald Trump, presidente de Estados Unidos.

Muchos pensaban que Trump iba al fin a caer de la cuerda floja en la que ha caminado en esta campaña al enfrentarse el lunes, cara a cara, por primera vez, a Clinton, exprimera dama, exsenadora, exsecretaria de Estado, en el primero de los tres debates que tienen acordados.

El consenso de los “entendidos” es que Clinton “ganó” ese debate. “Ganó”, dicen, porque demostró el temple necesario para ser presidenta. Además, nadó como pez en las aguas de lo que es gobierno federal, política económica, relaciones internacionales. También explicó en detalles casi milimétricos sus propuestas y recitaba cifras, estadísticas y políticas con la facilidad con la que un niño habla de sus superhéroes favoritos.

Trump, por su parte, “perdió’ porque demostró que tiene la mecha corta, no supo mantener la compostura, ni respondió de manera convincente a preguntas sobre sus escandalosas afirmaciones o con respecto a algunas verrugas de su pasado. Menos todavía pudo demostrar que puede desplazarse sin tropiezos en el campo minado de lo que es gobierno, Washington o política internacional, esas cosas que entretienen a los politólogos.

En pocas palabras, “perdió”, dicen los que saben,  porque se vio que sigue siendo Donald Trump.

Lo que no vieron los que dicen que una ganó y el otro perdió es que el debate puso en una vitrina luminosa todas las razones por las cuales precisamente Trump ganó arrasó en la primaria republicana y a mes y medio de las elecciones ya empató a Clinton.

La campaña en Estados Unidos ha demostrado que hay en ese país un vasto sector blanco, de clase media, etnocéntrico, poco educado, que le teme y se siente amenazado por las transformaciones que está sufriendo su nación y por todo lo que parezca ligeramente diferente. Los ánimos atemorizados y el enconamiento de esa población llevan años siendo alimentados por sectores, en principio marginales, ahora en el centro del debate, asociados a las facciones más conservadoras del Partido Republicano.

A Trump, quien viene precedido de su status de celebridad, y que es además un gran comunicador, le tocó recoger la cosecha. Lo ha hecho magistralmente.  Es un sector numeroso de la población cuyo nivel de vida sufrió una fuerte sacudida cuando las industrias pesadas con las que se habían levantado generaciones quebraron o se fueron de Estados Unidos hacia países en las que pueden producir más con menos y que no han logrado integrarse a una nueva economía que requiere una preparación, unos talentos y unas destrezas que sencillamente no tienen.

Son personas que sienten que la clase política no ha sabido o no ha querido defenderlos de la globalización, de la emigración y del terrorismo. Este sector de la población aborrece con todas sus fuerzas cualquier cosa que parezca tradicional en la política: el manejo de estadísticas, propuestas, legislación, leyes, acuerdos bilaterales, etcétera.

Ese es el animal feroz que devoró durante la primaria republicana a Jeb Bush, Marco Rubio, John Kasich, Chris Christie, Rand Paul y, en cierta medida, hasta al propio Ted Cruz. Ese es el animal que está devorando ahora mismo a Clinton.

Trump tiene un ojo de águila que le permitió ver la rabiosa palpitación que subyace bajo la narrativa de la prosperidad en Estados Unidos y, al carecer completamente de escrúpulos, la ha fomentado, agitado, hurgado en ella y canalizado en apoyo a su aspiración. Ese amplio sector de la población rabioso, frustrado, temeroso, nostálgico del pasado, se abrazó con pasión al discurso simplista y divisivo del exhacedor de reinas de belleza.

El trayecto de la campaña hasta este momento ha demostrado que esas personas son capaces de perdonarle, lo que sea salvo, quizás, solo quizás, si resultara que también es pedófilo. Es que en el fondo la fuerza que los mueve no es tanto Donald Trump como lo es un profundo desprecio hacia todo lo que los demás han representado.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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