El derecho al pataleo
Los niños de la escuela elemental Adrián Martínez Gandía de Hatillo empuñaron las pancartas y se tiraron a la calle bajo el incandescente sol de este naciente verano. Se les vio en un vídeo que circuló por las redes sociales el miércoles marchando por las calles del casco urbano de Hatillo, impidiendo el acceso a su escuela, interrumpiendo el tránsito cuando cruzaban la calle como hormiguitas y cantando consignas a voz en cuello, como cualquier pelú de la vida.
No gritaban “lucha sí, entrega no”, ni “que paguen los ricos”, sino “que no cierren mi escuela”, porque resulta que su plantel, que es casi lo mismo que decir que su universo, cayó en la redada de 179 planteles a ser cerrados al finalizar este semestre dentro de unos días.
En el absurdo país en que vivimos, si esa protesta hubiese ocurrido un par de días después, o el trámite legislativo fuese más rápido, esas criaturas de Hatillo que se salieron por un rato del carril de la docilidad para denunciar lo que ellos y sus padres consideran una injusticia, habrían cometido un delito menos grave y se habrían expuesto a ser arrestados y enjuiciados.
Esto es así porque están a punto de entrar en vigor unas enmiendas al Código Penal, que convierten en delitos menos graves interrumpir labores en una institución académica o impedir que un funcionario o empleado público, como son los maestros, ejerzan sus labores, disposiciones estas que aplican todas a la protesta de los niños de Hatillo y muchas otras en estos días para oponerse al cierre de planteles.
En Puerto Rico, por otro lado, no hay en este momento una edad mínima para que un menor pueda ser llevado a corte, aunque hay un proyecto de ley para fijar en 13 años la edad mínima para esos fines. Pero ese proyecto no ha sido aprobado, y el día en que los niños de la elemental Adrián Martínez Gandía importunaron para ser escuchados, el estado de derecho vigente era -y sigue siendo- que podían ser esposados y arrestados.
Por supuesto, que no era a los niños de Hatillo, ni de ningún otro pueblo, a quien tenían en mente el gobernador Ricardo Rosselló ni los líderes legislativos cuando dieron paso a las enmiendas al Código Penal. Pensaban, en cambio, en los muchos jóvenes y adultos que, en este tiempo de desplazamientos en que el sable de la austeridad nos pasa cerca a todos con su silbido ominoso, están en la calle desordenando para llamar tratar de hacerse escuchar.
Pensaban en los estudiantes de la Universidad de Puerto Rico (UPR) que, opuestos al brutal recorte de más de la mitad de su presupuesto, tienen paralizadas las labores académicas y administrativas en nueve de los 11 recintos ya por varias semanas. Pensaban, con otra de las enmiendas que convierte en delito impedir los trabajos en un proyecto que tenga permisos, en los que ocasionalmente tienen que pararse frente a un camión para evitar que se cometa un crimen ambiental, como el que iba a ser perpetrado en Peñuelas con el depósito de cenizas.
El gobernador Rosselló y los líderes legislativos han justificado la medida diciendo que es para evitar el vandalismo y el desorden. Pero ese argumento queda al desnudo cuando se ve que, sin que haya ninguna enmienda al Código Penal, ha habido arrestos por los actos de vandalismo ocurridos el 1 de mayo en Hato Rey, decenas fueron detenidos cuando impidieron el paso a los camiones que llevaban a un vertedero en Guayanilla las tóxicas cenizas de la planta de carbón AES de Guayama, y cerca de una decena de estudiantes están siendo procesados por interrumpir una reunión de la Junta de Gobierno de la UPR.
La razón por la que no hay más arrestados tras los disturbios del 1 de mayo y por las agresiones a policías días antes en el Capitolio no es por falta de leyes, es por la crónica incompetencia de la Policía y el Departamento de Justicia, que sabiendo con mucho tiempo de anticipación lo que allí iba a ocurrir y estando registrados en múltiples vídeos los delitos, no han podido detener a casi ninguno de los sospechosos y cuando los aprehenden no logran que los casos se sostengan en los tribunales.
El verdadero propósito de las medidas es desalentar la participación en las protestas y amedrentar a los que se sientan inconformes con la manera en que se está queriendo resolver el problema fiscal de Puerto Rico. El verdadero propósito de esa acción es convertir en delincuentes no solo a los que se cubren el rostro para cometer actos de vandalismo, sino también al que va simplemente a ejercer su derecho a la libre expresión parándose donde le han dicho que no se debe parar con el propósito de llamar la atención.
Las protestas callejeras tienen muy mala fama. Interrumpen labores en el Gobierno y ocasionalmente en la empresa privada. Nos hacen llegar tarde al trabajo o la escuela. En el caso de la UPR, han retrasado graduaciones, interrumpido investigaciones y hecho perder valioso tiempo a incontables jóvenes que están deseosos de concluir sus estudios para emplearse y empezar a cooperar con la reconstrucción del país.
Pero también han sido un recurso legítimo y muy valioso utilizado desde tiempos inmemoriales por los que no tienen voz, por los débiles y por los excluidos, para hacerse escuchar cuando no se les quiere prestar atención, cambiar realidades y derrotar injusticias.
Gracias a los que interrumpieron labores y accesos, no siempre de manera pacífica, los trabajadores tenemos jornadas de ocho horas, períodos de descanso y de vacaciones y seguros médicos. Gracias a protesta y boicots, a las minorías raciales en Estados Unidos ya no se les puede discriminar explícitamente desde el oficialismo. Protestas callejeras derrocaron a gobiernos corruptos en Brasil, en Ucrania, Argentina y muchos otros sitios.
Gracias a gente que tomó pancartas y salió a la calle, las mujeres votan, nos quedan algunos recursos naturales y se expulsó de Vieques al monstruoque envenenaba con cáncer a nuestra amada “isla nena”, entre muchas otras conquistas de las que los puertorriqueños podemos enorgullecernos, porque en su momento no aceptamos con resignación algo que nos parecía que estaba mal y nos hicimos escuchar con los medios a nuestro alcance, que no pocas veces se limitan a nuestras voces para gritar y nuestras piernas para marchar.
Es lo que llamamos en nuestro folclórico castellano, “el derecho al pataleo”.
Los niños de Hatillo y los de muchos otros pueblos no entienden por qué cierra su escuela. Los estudiantes de la UPR no creen que es justo un recorte que nadie puede negar que dejará prácticamente inoperante a la universidad y sobre el que no se ha ofrecido todavía ninguna explicación racional.
Antes de que cualquiera de los estudiantes de las escuelas públicas a ser cerradas y de la UPR se enteraran siquiera de lo que se quiere hacer con sus instituciones, las decisiones que tanto les afectan fueron tomadas y les fueron presentadas como cosa decidida e inevitable, sin que su voz contara para nada. Ante un desenlace así, es natural que se quiera llamar la atención protestando en la calle.
El Gobierno tiene, pues, dos opciones: o comprende sus legítimos temores, los escucha, les explica y se gana su confianza y su apoyo, o los criminaliza. La decisión no parecería difícil.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay. Facebook.com/TorresGotay)