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El caballo pelotero

El genio coameño Bobby Capó exudaba canciones memorables como quien suspira. Abría la boca y, zas, brotaba, como agua de una fuente, una melodía que sería recordaba por décadas. Es autor de unas 2,000 canciones, la mayoría éxitos rotundos, en todos los registros imaginables, desde la insoportablemente bella ‘Soñando con Puerto Rico’, pasando por la misógina ‘Si te cojo’, hasta la que nos da ahora ocasión para reflexionar sobre un grave problema puertorriqueño, ‘El caballo pelotero’.

Esta rumba, hecha popular por primera vez por El Gran Combo en los años 60, contaba la historia de un equino reclutado para jugar por los Yankees de Nueva York “aunque aquel era caballo y los Yankees eran mulos”, como decía la canción. Le tocó debutar con el juego en la línea: el partido terminando, la pizarra 3-0 a favor de Chicago, Nueva York con tres en base. El caballo da un jonrón, pero se queda paralizado y no anota.

“Le preguntan, ¿qué pasó? “, dice la canción, “y el caballo contestó: ‘si yo corriera, estaría en el hipódromo’”.

A los que comentamos nuestra realidad en los medios, nos pasa a menudo como al caballo pelotero. Describimos los problemas del país, les vemos todas las patas a la araña. El público nos escucha, a veces nos da la razón y a veces no, pero a menudo, con un dejo de ironía o sacudiéndose de la frustración con el país, nos pregunta: ¿y qué ustedes proponen? Y la respuesta, al menos del autor de esta columna, suele ser: “si yo corriera, estaría en el hipódromo”.

Con esto, lo que se quiere decir es: los periodistas somos periodistas, no economistas, abogados, ni mucho menos políticos. Observamos la realidad, la contamos y, a veces, la interpretamos. A los que tienen que pedirle cuentas sobre las soluciones son a esos seres sonrientes, exhibicionistas, facundos, por los que van a votar con tanta felicidad cada cuatro años y a su viscosa capa de ayudantes y contratistas.

Además, las soluciones están ahí, a la vista de todos, desde hace años. Lo que pasa es que nuestra clase política, presa de sus propios demonios, le falta la madurez para adelantarlas. No ha querido comprender, porque no le conviene, que cada uno por su lado, destruyendo uno hoy lo que el otro hizo ayer, no avanzaremos nunca.

Veamos:

Prácticamente todo el mundo está de acuerdo, aunque no lo quieran reconocer, o lo hagan hablando en lenguas como un pastor pentecostal para decirlo sin decirlo, que el status colonial impide nuestro desarrollo económico. Por ejemplo, cada vez que se habla de las trabas que nos impiden ser competitivos a nivel internacional, se mencionan tres de los clavos de nuestra cruz colonial: los incentivos contributivos que se pueden ofrecer a empresas que vengan a hacer negocio y crear empleos, la posibilidad de pactar acuerdos comerciales con países del extranjero y las leyes de cabotaje.

Los incentivos contributivos dependen de la generosidad del Congreso de Estados Unidos, donde nuestra representación es un alma en pena por los pasillos rogando que lo oigan; los acuerdos con países extranjeros solo se pueden lograr de manera muy limitada y en la medida en que no afecte los intereses de Washington; y las leyes de cabotaje existen y se mantienen porque son del interés y la conveniencia de la potencia colonial, aunque a nosotros nos complique tremendamente la vida.

El status no tiene solución fácil, por supuesto, porque depende sobre todo de lo que quiera hacer Estados Unidos y allá, somos, tal vez, la penúltima de las penúltimas prioridades. Hay manera de destapar ese caño. Lo vimos antes. En el 1989, el entonces gobernador Rafael Hernández Colón convocó a los líderes de los otros partidos y entre los tres le reclamaron por carta a Washington que atendiera el tema.

La unidad despertó al gigante. No había, como siempre antes de eso y como siempre después, mercenarios de facciones torpedeándose unos a otros en el Congreso. La unidad desató el proceso de status más serio, y más revelador, que ha habido. El proceso fracasó por el temor de Washington a comprometerse de antemano con la estadidad. Pero se caminó y se aprendió mucho. Lo más que se aprendió fue esto: juntos, allá escasean las excusas para ignorarnos.

Todos los días, alguien reclama aquí un plan de desarrollo económico. Podríamos hacerlo. Los líderes de todas las facciones pueden juntarse, llegar a unos acuerdos mínimos, no sabotearse. El status sigue en el medio. Pero algo se puede avanzar. No lo hacen. Prefieren seguir tratándose como israelíes y palestinos.

La otra gran pata de la solución a nuestros problemas es la creación de un sistema educativo público que produzca una sociedad que pueda enderezar a este país. Así es que los países salen de las grandes crisis. El sistema público de educación, al igual que todo lo demás, ha sido destruido por las guerrillas políticas. Podrían juntarse, desarrollar un plan a largo plazo y comprometerse a respetarlo.

¿Fácil, verdad? Claro que no. Las facciones políticas no se reconocen entre ellas ni el derecho a existir. Mas la unidad de propósitos, romántico como pueda sonar, impensable, inimaginable como se lee, es, nos guste o no, la única salida del laberinto. Es menos complicado, a fin de cuentas, que traer un caballo a jugar béisbol.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay)

 

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