Bienvenido, Oscar
Una de las primeras preguntas que se le hizo al exprisionero independentista Oscar López Rivera cuando fue liberado definitivamente el pasado 17 de mayo fue la siguiente: ¿es este el país con el que usted esperaba encontrarse? López Rivera respondió: “no es el país con el que yo esperaba encontrarme, no es el país que yo quería ver”, y procedió a mencionar la presencia de la Junta de Supervisión Fiscal y la amenaza de brutales recortes que se cierne sobre la Universidad de Puerto Rico (UPR) como las dos cosas que menos le gustan de la isla de hoy.
Hay razones de sobra para pensar que, ahora que está en la libre comunidad, que es otra vez dueño de sus actos y puede ir a donde quiera y hablar con quien le plazca, esas no son las únicas cosas que terminarán disgustando a López Rivera del Puerto Rico de hoy.
López Rivera estuvo preso desde el 1981 hasta que el 9 de febrero regresó a Puerto Rico a terminar de cumplir su sentencia en arresto domiciliario en el apartamento de su hija Clarisa en Santurce. Antes de eso, había pasado un tiempo en el clandestinaje, huyéndole a las autoridades federales que lo buscaban por su vinculación con las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), un pequeño grupo que luchaba por la independencia de Puerto Rico por la vía armada.
López Rivera, de 74 años y quien se mudó a Estados Unidos con su familia cuando era un adolescente, no pisaba suelo puertorriqueño desde el lejano 1978, hace casi 40 años, según su hija Clarisa. Cuando se criaba en Chicago, durante su lucha armada subterránea por la independencia de Puerto Rico y durante el largo encarcelamiento, López Rivera se mantuvo pendiente de todo lo que tuviera que ver con la isla.
Pero la visión que tenía de Puerto Rico desde la distancia y desde el encierro debió haber sido, por supuesto, fragmentada y parcial, filtrada siempre por las personas con las que tenía contacto, que por razones naturales debían ser de su misma o casi de su misma ideología o visión de mundo. Leía periódicos y libros, pero nada es comparable con lo que ya se está encontrando al caminar por nuestras calles, sufrir nuestro calor y sumergirse en el caleidoscopio caótico de la realidad puertorriqueña de este tiempo.
Puerto Rico está viviendo hoy una crisis existencial que trasciende por mucho la mera quiebra fiscal, que es un problema que han vivido, viven y vivirán muchos países sin que el desplome financiero casi nunca represente una impugnación de su naturaleza misma como pueblo, como es nuestro caso.
En otros países, se enfrentan las crisis, se resuelven a menudo con grandes dificultades, algunos salen rápido y otros tardan más, pero siempre por sus propios medios aunque ocasionalmente con los recursos que están disponibles para estos tipos de casos en organismos de la comunidad internacional. Ninguno cifra sus esperanzas en lo que pueda hacer por ellos el cuerpo legislativo de otro país que tiene sus propios y muy difíciles problemas.
Nuestro caso es otro.
Nuestro país ha vivido toda su historia muy cómodo en el coloniaje, primero con España y después con Estados Unidos, agarrando lo que puede del colonizador, gozando y vacilando, no preocupándose demasiado por el futuro y sin asumir nunca las responsabilidades de los pueblos adultos.
Con el régimen colonial derrumbándose a nuestro alrededor todos los días con crujido de casa de madera echada abajo por el viento, de lo cual la quiebra financiera es solo la manifestación más visible, los puertorriqueños estamos siendo obligados a mirarnos al espejo y confrontar lo más feo de lo que somos: una sociedad jaiba que creyó que iba a poder vivir siempre de dádivas de afuera.
Nos emborrachamos a cuenta de otro, nos toca pagar el round, no tenemos con qué y eso nos tiene aturdidos y atolondrados. Estamos obsesionados con Estados Unidos sin querer ver que allá queda demostrado continuamente que la actitud hacia nosotros es la del novio arisco que responde a los apasionados avances con el evasivo “no me llames, yo te llamo” o el engañoso “no eres tú, soy yo”.
Nadie quiere afrontar la realidad como es y están todos refugiándose en ilusiones, nostalgias y melancolías.
Así, vemos a colonialistas de corazón, como el exgobernador Rafael Hernández Colón, escribiendo columnas diciendo que el ELA “es el camino”, sin dedicar ni una línea a lo más trascendental que ha pasado con el ELA desde 1952, la ley PROMESA, que acabó con la última ilusión que pudiera quedar aquí de autogobierno. Da hasta pena decirlo, pero hablar del ELA sin mencionar a PROMESA ni a la Junta de Supervisión Fiscal es un ejercicio de una profunda deshonestidad intelectual.
Así, vemos también a los partidarios de la libre asociación hablando de soberanía con ciudadanía de otro país y fondos federales indefinidamente, no dándose cuenta de que Estados Unidos no ha dado ninguna señal ni minúscula de que tenga la voluntad o el interés de volver a hacer algún arreglo especial con nosotros y que ya definió a la libre asociación simple y llanamente como independencia.
Y están, por último, los estadistas, empeñados en realizar un referéndum que van a ganar en el peor momento imaginable para pedir la estadidad, desoyendo el desplante que le han hecho desde el Departamento de Justicia de Estados Unidos, atemorizando con demagogia a los ignorantes y ofreciendo dinero por montañas sin haber dedicado ni un instante a lo que en Washington de seguro más les interesa sobre este proceso: ¿qué es lo que un estado puertorriqueño pobre y en bancarrota le ofrece a la poderosa unión americana?
Hace recordar este momento tan complicado al gran Ramón Emeterio Betances cuando decía, en 1871, “Puerto Rico está en una borrachera completa”.
El huracán historia le voló el techo a la casa segura de la colonia, el que supuestamente iba a protegernos está mirando para otro lado, los que nunca asumimos responsabilidades nos toca actuar, quedamos a la intemperie y estamos todos locos y borrachos, en guerra fratricida los unos con los otros, sin saber qué hacer ni hacia dónde ir.
A este melé llegó López Rivera, quien desde la cárcel vio conmovido como toda la sociedad puertorriqueña unió para pedir su liberación, pero mucha gente se le viró en contra cuando vio que sigue siendo independentista y probablemente socialista y recordó que perteneció a una organización que ponía bombas en una época en que sobraban bombas y asesinatos de parte y parte, aunque las autoridades estadounidenses solo parecían interesadas en esclarecer los cometidos por un bando, quizás porque, según ha trascendido, no pocas veces fueron ellos mismos cómplices o coautores de algunos de estos crímenes.
Este es, Oscar, el Puerto Rico del 2017, caótico, confundido, frustrado y en negación. Bienvenido, pues, y cógelo por la orillita, que el tránsito está complicado.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)