La fruta madura
Manuel es una fruta ya madura, colgando bajita de un árbol, a la orilla de un camino por el que pasa mucha gente, esperando a ver quién la ve, se la lleva y liba de su jugosa pulpa. Le han pasado por el lado, sin verlo, el independentismo de sus padres, el estadolibrismo de sus abuelos paternos y el anexionismo en el que militan casi todos los miembros de la familia de su mamá.
Tiene 21 años. Lleva tres años en la universidad todavía sin un rumbo claro de a qué quiere dedicarse. Está en busca de su identidad como adulto, incluyendo el traje ideológico en el que todos, más o menos, se enfundan en algún momento.
La política no le interesa tanto como el jangueo, las series de televisión, las películas de Quentin Tarantino, la música de Pink Floyd y los cuentos de Julio Cortázar. Pero está atento. Vulnerable. Impresionable.
Es, ya se dijo, una fruta madura, lista para dejarse agarrar.
Esta semana, Manuel (nombre ficticio) fue al discurso que dio en el Teatro de la Universidad de Puerto Rico (UPR) el precandidato presidencial estadounidense Bernie Sanders. Es la primera vez en su vida que un político le llama la atención lo suficiente como para sacar tiempo para ir a verlo, incluyendo las varias horas que tuvo que hacer fila para entrar al histórico teatro. Le gustan las propuestas de Sanders sobre salud universal y educación universitaria libre de costo, “como es en tantos países”, dice Manuel.
Pero hay algo más.
Algo que Manuel tal vez no reconoce del todo. “Bernie es completamente distinto de cualquier otro político que yo haya visto antes”, dice Manuel, quien se identifica con el discurso a contracorriente, claro como el agua, punzante como una espada, con el que el desgarbado septuagenario de Vermont ha sacudido al establishment político estadounidense señalando los más profundos problemas de ese país, tan parecidos en tantos sentidos a los nuestros.
Bernie Sanders y Donald Trump son, cada uno a su manera, y con enfoques, claro está, radicalmente distintos, dos manifestaciones del mismo fenómeno: figuras que supieron leer bien la rabia que palpita bajo la narrativa de la prosperidad en Estados Unidos, se salieron de los moldes tradicionales para hurgar en dichas frustraciones y, uno con más éxito que otro por el momento, lograron galvanizar una población adormecida y hacer sentir atendidos y representados a vastos sectores de la sociedad de ese país que se ven a sí mismos ajenos al progreso del que todos hablan.
Uno podría pensar que en Puerto Rico hay también agua para chocolate. Pero parece que muchos políticos no lo han notado.
Estamos ante una clase política desconectada de la realidad del país, totalmente desprestigiada, con muy poca, si alguna, credibilidad, que funciona mayormente solo en función de sus propios intereses y que ha llevado al Gobierno a la ruina. De eso no tienen duda ni los que votan por los candidatos de esos partidos. Pero ni siquiera los que se postulan desde la periferia de la partidocracia tradicional han podido capturar la frustración, el dolor y la indignación que arropan al país ante la desgraciada coyuntura en que se encuentra.
Parecería que no han entendido, o no les escandaliza lo suficiente, lo que en esencia ha ocurrido en Puerto Rico. Aquí se trata, básicamente, de que políticos rojos y azules, con la complicidad por mucho tiempo de Estados Unidos, despilfarraron los recursos del país llenando al Gobierno de batatas políticas, tomando préstamos para obras faraónicas que no correspondían con nuestras posibilidades, ocultándolo todo en complicidad entre ellos mismos, hipotecando así, sin pudor, el futuro de la patria.
Dicho más claro: con el desenfreno y la irresponsabilidad en el manejo de los recursos públicos, los partidos rojo y azul cometieron un robo de proporciones descomunales que, ahora mismo, entre otras cosas, tiene en peligro de quedar desamparados a indigentes que reciben servicios de salud del Estado, a los niños que van a escuelas públicas o precisan de programas de educación especial y, especialmente, y esto es de lo más doloroso, a decenas de miles de servidores públicos que, en las postrimerías de sus vidas, quizás no tengan las pensiones con las que contaban para vivir con dignidad sus últimos años.
Con esa claridad no lo ha dicho nadie durante esta campaña. Los candidatos David Bernier, Pedro Pierluisi y Ricardo Rosselló comprensiblemente no pueden hacerlo porque son criaturas de los mismos partidos que perpetraron estas infamias. Si hablaran así de claro estarían enemistándose con las estructuras que sostienen sus candidaturas y ninguno de los tres, aunque a veces no lo parezca, tiene tendencias políticas suicidas.
Por eso es que en este tiempo en que al país se le ha sacado la alfombra de debajo de los pies ellos están como que agarrándose de los pasamanos, mirando al otro lado todo lo que les sea posible, evitando a toda costa mirar de frente al monstruo y llamarlo por su nombre. La junta no, pero quizás sí, meto el pie un poquito, pero lo saco rapidito y dije que lo hice. Algo así.
Los demás candidatos, mientras tanto, tampoco parece que hayan sentido por dentro el fuego de la indignación que consume al país. Reconocen, sí, la gravedad del panorama. Algunos entienden las causas y plantean propuestas interesantes y hasta radicales. Pero lo hacen en términos profesorales, cerebrales, como distantes, muy rutinariamente, intercalando términos como “neoliberal”, que pocos entienden y a menos les interesa. Hasta el momento, ninguno parece que haya logrado conectar ni interpretar la furia sanguínea del país, mucho menos adoptar el discurso de los defraudados y los invisibles.
Manuel sabe que los partidos del Pueblo Trabajador (PPT) e Independentista Puertorriqueño (PIP) plantean algunas de las mismas propuestas de Sanders. Pero nunca había pensado en acudir a alguna de sus actividades. “Bernie está en todas las redes sociales. A los del PPT y del PIP los veo a veces. Pero nunca sé dónde se reúnen, ni cuándo tienen actividades”, dice, sin mucho interés.
Así es que vamos cojeando hacia noviembre. Ganará un rojo o un azul, otra vez, pero no será por mérito, sino por inercia, como el avión de papel que vuela no porque tenga alas, sino porque alguien con mucha fuerza lo empujó. Y solo porque ahí está la fruta madura, bajita, balanceándose, brillando, sin que nadie la haya visto o encontrado cómo echársela al bolsillo.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)