Hablando de Camilo
Hablemos un poco de Camilo. Tiene 12 años, estudia el séptimo grado en una escuela privada, vive con sus padres, un hermano mayor y una hermana menor. Es un apasionado de la actuación, actividad en la que tiene algún talento y en la que ya ha tenido algunos éxitos modestos como participaciones en varias obras teatrales y en un cortometraje.
Camilo fue un niño bien deseado. Sus padres habían tenido un primer hijo no planificado en 1995 y aunque nunca descartaron un segundo, incertidumbres económicas les aguantaban. En 2002, con sus carreras profesionales encaminadas, entendieron que había llegado el momento. En mayo de 2003 nació Camilo.
Sus padres, que conocen de los inmensos beneficios de leerles a los niños, lo hicieron así con Camilo. Se le leían cuentos todas las noches. A causa de esto, Camilo aprendió a hablar con claridad y a verbalizar ideas complejas desde edad preescolar y a desarrollar un amplio vocabulario que asombraba, y sigue asombrando, a sus maestros.
Desde siempre, se le controló el tiempo de televisión, computadora y videojuegos. Podía disfrutarlos durante un tiempo determinado y combinarlo con otras actividades, como correr bicicleta, dibujar y leer. Le gusta mucho el internet y a sus padres a veces les da trabajo separarlo. Pero cuando se percatan de que lo que lo más que hace es investigar acerca de los procesos creativos de las obras de teatro y películas que le interesan, pues lo dejan un ratito más.
Siempre ha sido un niño feliz. Risueño, educado, afectuoso, carismático. Su meta es actuar en Broadway.
Cuando estaba en tercer grado comenzaron a aflorar ciertos problemas. No se desempeñaba a la altura académica apropiada para su capacidad, pues su coeficiente intelectual de 136 indica, según la prueba de IQ más aceptada, que es de una inteligencia “muy superior”. No completaba trabajos. Olvidaba tareas. Era excesivamente distraído en clases. Le costaba mantenerse en su asiento.
Por recomendación de su escuela, los padres le sometieron a evaluaciones psicológicas y neurológicas. El diagnóstico fue rotundo: Camilo padece de déficit de atención del tipo inatento, lo que se conoce como ADD. Se le recomendó una pastilla diaria que lo ayuda a concentrarse en clase y acomodo razonable en la escuela.
La lucha para hacerlo estudiar es titánica. Manejar un niño con esas características –extraordinariamente inteligente y a la misma vez con inmensas dificultades para cumplir con sus deberes académicos– es un reto descomunal de todos los días. Es una fortuna el que sus padres hayan tenido los recursos, primero para percatarse de que algo andaba mal y segundo para encaminarlo hacia el diagnóstico y la atención.
Muchos otros no son tan afortunados: tardan las escuelas y, en consecuencia, los padres, en percatarse de que el niño no aprende como los demás y, al hacerlo, tiene que entrar al cruel programa de Educación Especial del Departamento de Educación, en el que puede pasar años esperando la atención que necesita con urgencia. Muchas veces, cuando llega la atención, si es que llega, es muy tarde. El niño se cansa de que se le vea como “el brutito del salón”. Se fue. Lo perdimos.
En días recientes, una comentarista radial, cuyo nombre no se dirá aquí para no darle el rating que por sus méritos no tiene, hizo gala de toda la arrogante ignorancia que cabe en una conciencia vacía y dijo que las condiciones como ADD y otras dificultades de aprendizaje son consecuencia del maltrato de sus padres.
A continuación, algunas de las linduras que dijo (respiren hondo):
Sobre los niños con ADD, una condición neurológica crónica: “Un niño que no se concentra es un niño que a los seis meses tú le metiste un celular en la mano. De eso no me cabe la menor duda y eso es maltrato”. Sobre los que tienen dificultades de aprendizaje permanentes: “Un niño con una condición permanente de aprendizaje no tiene nada que hacer en un salón de clases. Si es una condición que impide aprender, ¿qué hace en un salón de clase que se va a aprender?”.
Sobre los niños con problemas de aprendizaje en general: “Se lo endilgan al Departamento, dándole terapias al niño al eterno cuando de lo que se trata es de un niño no querido que lo que había que hacer era darlo en adopción y salíamos del problema”.
Un par de días después, en una diatriba incomprensible (a ella no le leyeron cuando niña porque es incapaz de hablar coherentemente) intentó una disculpa que puede resumirse así: “Pienso así y si te ofende, ‘I’m sorry’”.
Camilo, como puede verse en lo escrito aquí y corroborado por todo el que lo conozca, no es un niño maltratado y se le ama y se le cuida y se le protege apasionada, total e integralmente.
Y hablo de Camilo porque es mi hijo y vivo su caso. Pero también podría hablar de Fidel, de Sebastián, de Mariela, de decenas de miles de otras criaturas preciosas y perfectas y de sus familias que luchan ferozmente todos los días, contra todo obstáculo, por encaminar a sus hijos con necesidades especiales y que no merecen el inhumano y bestial ataque del que fueron objeto desde una emisora que, salvo por ese espacio tan desgraciado, tiene el respeto de la comunidad.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)