La olla de oro
Hay una olla llena de monedas de oro al pie del arcoíris. Desde lejos, el resplandor asciende hasta el horizonte y parece, desde acá, una aureola como de ángel.
Emite un canto sordo que franquea vastas distancias y nos invita a emprender sin más demora la ruta que nos llevará a su encuentro una madrugada honda o mañana cristalina, para levantarla al cielo y crearnos con ella un nuevo destino.
Esa olla de oro es el destino de Puerto Rico. Así lo vemos los que, en medio de esta quiebra financiera, social y moral que atravesamos no hemos dejado de creer. Esa es la luz que guía a los que no hemos sido derrotados por el tiempo en que nos tocó vivir.
La olla de oro es el aliciente que nos hace levantarnos cada mañana, mirar de frente la vida y continuar la lucha, a pesar de los contratiempos, de las derrotas, de los retrasos, de los cínicos, de los politiqueros, de los ladrones y de los maledicentes, a pesar de los que se alimentan de la desesperanza y de la derrota.
Para llegar a la olla de oro, cualquier pueblo tiene que atravesar valles, montañas, mares, ríos, sembradíos, quebradas, sequías, platanales, cordilleras, tormentas, la noche, la madrugada, el frío, el calor, las dudas, los desengaños y los abismos.
Algunos superaron, o están superando todavía, eso y más: dictaduras, satrapías, explotaciones, genocidios, guerras civiles y desastres naturales, por ejemplo.
A los que no hemos dejado de creer nos toca superar la apatía, el desánimo, el derrotismo, y el cinismo que nos arropan en estos tiempos tormentosos. Nos toca reconstruir el ánimo de un pueblo agobiado por más de 500 años de coloniaje, azotado por la corrupción, maniatado por la dependencia, vilipendiado por tantos años de engaños, un pueblo que ha llegado a creer que merece este destino indigno que sufre ahora mismo. Nos toca mostrarle a los que están a punto de tirar la toalla, o la tiraron ya, que, de una u otra manera, tenemos que seguir andando y buscando la meta y ya que nos toca, pues, caramba, vamos a hacerlo bien.
Nos toca superar la hecatombe de la partidocracia que nos secuestró el país cerrándole el paso al servicio público a cualquiera que no se adhiera a los estrechos credos de las dos logias corruptas e incompetentes que se han intercambiado el poder aquí por los últimos cuarenta y tantos años, haciendo de nuestro país este animal cansado que es hoy y que solo sirve para enriquecer a los que están cerca del nido en que nacen y crecen los buitres que nos robaron el país.
Es hora, sí, de darle la espalda a los que hicieron del estado una bestia atolondrada, un aparato cuya única virtud es ser una piñata que saquean impunemente, en nuestra cara, de día y de noche, los unos y los otros, como hemos visto en estos días con las pensiones en la Autoridad de Energía Eléctrica y los privilegios cuasi aristocráticos que se le quieren reconocer a Juan Eugenio Hernández Mayoral, a quien el único mérito que se le conoce es ser hijo de un exgobernador que tiene bajo control al que gobierna ahora.
Es nuestra misión descifrar por nuestra propia cuenta, sin gríngolas, sin miedos, el jeroglífico de nuestro futuro político.
Las logias que nos administran no nos lo van a decir, porque viven de eso, del derrotismo, de la ilusión y de la confusión, de la narrativa de la crisis, pero las señales están claras: ninguna solución al problema colonial está a la vuelta de la esquina, ninguna es justo como se la han descrito.
Nos corresponde entender esa señal poderosa de los tiempos, quitarnos la venda y construir un futuro político viable y que se ajuste a nuestra naturaleza. Estas son las señales: la estadidad no está cerca, la independencia menos, la colonia implosionó y nos tiene las manos amarradas en esta era de desafíos; el colonizador, autor y responsable de este mejunje, quiere seguir haciéndose el loco.
De esa realidad ineludible, de los pedazos de esas ilusiones es que tenemos que partir para construir un destino político que le sirva al país, que nos acerque a la olla llena de monedas de oro de nuestro destino.
Nos toca superar la insolvencia, entender que el país en el que hemos vivido hasta ahora era una ilusión, que la supuesta riqueza que una vez tuvimos era una fantasía sin base concreta alguna y diseñar un futuro que se ajuste a nuestra realidad caribeña y latinoamericana.
No debe quedar piedra sobre piedra, nada debe ser tabú, es la hora, sí señor, de rehacer el país de pies a cabeza.
Tenemos que denunciar a los que, por sus miserables intereses, les conviene que los puertorriqueños sigamos creyendo que nuestro país no sirve, los que, porque les conviene política o económicamente, nos restregan nuestras derrotas en la cara, se ríen de nuestros contratiempos, y nos invitan a abandonarnos a la desilusión. A esos, cada vez que los veamos, es nuestro deber mostrarlos como lo que son: mercaderes de nuestras desgracias.
Nos toca atender y cuidar a nuestros niños y niñas desde que nacen, para potenciar sus posibilidades de ser mejores en el futuro; diseñar un sistema educativo que responda a las necesidades de ahora y a las que vienen, que no tema en inculcarle a la próxima generación el orgullo por sí mismos y por el país del que ahora carecemos, que levante una generación menos apática, violenta y enajenada.
Los retos, como vemos, son monumentales. Si los miramos todos en conjunto, pueden parecernos insalvables, llevarnos al derrotismo de tantos otros.
Mas se llega de Ponce a San Juan paso a paso, con la mirada puesta en la meta, sin desviarse, con determinación y con disciplina, reconociendo y neutralizando los obstáculos reales o imaginados.
Los que conocen la leyenda irlandesa de la olla llena de monedas de oro saben que, en el cuento, la olla es una ilusión que a medida en que uno se acerca, la meta se aleja, que es un espejismo inalcanzable.
Pero, como en tantas otras cosas en la vida, el camino es la meta, el esfuerzo por llegar es lo que tiene valor. Lo que hagamos por Puerto Rico mientras perseguimos la olla de oro es lo que le va a dar sentido a nuestra existencia individual y colectiva.
Esta es, en resumen, una tarea para poetas.
Y no meramente en el sentido de escribir versos bonitos que acaricien el alma y nos ponga en contacto con las dimensiones desconocidas de la vida, sino en el sentido de atreverse a soñar con una realidad diferente, de crear algo nuevo, de ver más allá de los contornos de lo que nos vendieron como realidades inevitables, imaginar un país distinto y tener la alocada voluntad de creer que se puede.
Así es la vaina, míster.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)