Una chica enigmática
“No, esto no me gusta”.
Esta fue una de las primeras oraciones completas que me dijo Helga aquella primera noche que nos conocimos.
Era nuestra primera cita y, para colmo, había sido concertada por una amiga mutua que, según me había revelado, había tramado nuestro encuentro operando bajo el concepto de que ‘los opuestos se atraen’.
Aunque yo acababa de salir de la universidad, ya ocupaba un puesto más que aceptable en una compañía de contabilidad mientras que Helga, según me había explicado mi amiga, hacía “de todo un poco” después de haber durado un semestre en la UPR de Río Piedras.
El ‘de todo un poco’ incluía profesiones pasajeras y ‘part time’ tales como instructora de yoga y de tai chi, así como bailarina de jazz, aunque últimamente, al parecer, trataba de levantar un negocio personal pegando pasquines comerciales en los postes y las paredes de los edificios abandonados.
“Es un poco rara”, me advirtió mi amiga, riendo.
En efecto, debí haberlo tomado como una advertencia, ya que mi amiga tampoco representaba el ejemplo clásico de la mujer convencional: trabajaba como payasa, pero no en fiestas de cumpleaños infantiles y cosas por el estilo, sino como payasa ‘topless’ en fiestas de adultos y despedidas de soltero.
Volviendo al grano, el ‘no me gusta’ de Helga se produjo cuando, luego de recogerla en mi Fiat del año, la llevé a uno de los restaurantes más lujosos de Hato Rey. Era uno de esos sitios finos en los que los meseros se ponen a resoplar silenciosamente junto a uno en la mesa como esperando que uno les conceda el permiso de hablar.
“Esto es demasiado fino para mí”, fue lo siguiente que me dijo ella. Procedió entonces a levantarse y a desplazarse a marcha forzada hacia la puerta.
Pero debo decir que al mesero no pareció afligirle mucho el perder a una clienta de alborotado pelo ensortijado que llevaba puestos unos mahones llenos de rotos, unas botas de cuero negro que le reptaban hasta las rodillas, una blusa gitana colmada de flecos hasta la histeria y, colgándoles de las orejas, unos aros que hubiesen servido también para hacer ‘hula hoop’.
Esa noche Helga me llevó a cenar en El Hamburger de Puerta de Tierra, y allí me dejó en claro que yo parecía gustarle un poquito y que ella estaba dispuesta a seguir saliendo conmigo, pero siempre bajo sus criterios.
Y eso quería decir que yo debía olvidarme de mi carro.
En efecto, Helga detestaba los carros. Andaba en guagua o en el tren urbano, cuando no conseguía que nadie le diera pon. Lo cual era raro: siempre parecía haber cientos de muchachos dispuestos a dárselo.
De seguro, como era extremadamente bonita y, además, parecía muy amigable, muchos se confundían y la consideraban una conquista segura.
Pero ella aseguraba que no había tenido ninguna relación con alguno de ellos.
“Me gusta ser libre… como el aire”, me dijo una vez. Entonces se echó a reír, avergonzada de sí misma. “¡Ay, qué cursi!”, exclamó.
¿Qué más le puedo decir sobre Helga? Pues que tenía tatuajes de raras figuras orientales distribuidos estratégicamente por su cuerpo de manera de que no se vieran cuando estaba vestida, y era de las muchachas que enseñaba las encías al reírse, algo que hacía con suma frecuencia y emitiendo sonoras carcajadas que provocaban que muchas cabezas giraran en su dirección, incluso en plena avenida.
Pero a pesar de reunir todas estas cualidades, su vida sexual era prácticamente inexistente, celibato que supuse que tal vez estaba inspirado por las creencias orientales que tenía.
Por la razón que fuera, sus gestos amorosos conmigo se limitaban a tímidos besitos de bienvenida y despedida.
De hecho, yo me sentía ya tan frustrado que cuando salimos las otras noches estaba resuelto a decirle que mi Fiat estaba cogiendo moho de tanto pasarse encerrado en el garaje y que no podríamos vernos más.
Pero, de buenas a primeras, Helga me soltó:
“Hace tiempo me dije que iba a ser virgen hasta los 25”.
Como vio que me quedé mirándola con cara de haber escuchado demasiado reguetón en esta vida, ella agregó: “¿Qué me vas a regalar para mi cumpleaños el viernes de la semana que viene?”
Luego de superar un ataque de hipo, le pregunté: “¿Y cuántos cumples?”
Entonces se me puso toda enigmática: “Creo que te vas a llevar una sorpresa”.
Qué le parece, señor Romeo, ¿debo seguir en esta relación?
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Yo que tú, hacía un esfuerzo. De paso, me intriga tu otra amiga. ¿Acaso tienes una foto en la que aparezca ella disfrazada de payasa?
romeomareo2@gmail.com