Una bromita de mal gusto
Hola, amigo Romeo,
Mi nombre es Juan. Aunque solo tengo 32 años, me considero un hombre a la anrigua. Es decir, no me depilo las cejas ni más nada, ni uso ningún tipo de maquillaje. No me gustan esas blandenguerías ni la llamada metrosexualidad.
Sigo siendo un fiel creyente de que el hombre tiene su lugar en este mundo, y la mujer también: al lado de él.
Sé que algunas mujeres me llamarán machista, pero a mí eso ni me va ni me viene. Al contrario, les respondo llamándolas feministas… y ahí emparejo la cosa.
Hago todo este preámbulo antes de pasar a contarle lo que le quería contar.
Como todo hombre de pelo en pecho, siempre he tenido amantes. Incluso cuando he estado casado. Mi esposas ni se enteraron.. Así que no creo que les haya causado ningún sufrimiento.
También, naturalmente, he tenido mis ‘affaires’ con mujeres casadas. No es nada del otro mundo. Si los dos somos adultos conscientes y racionales y sabemos hacer las cosas bien, un ‘affaire’ con una mujer casada tampoco está mal. A veces hasta los prefiero: las mujeres casadas no se van a poner con demasiadas exigencias tontas con uno.
Así, hace unos meses, cuando conquisté a Sara (nombre ficticio), lo consideré un ‘affaire’ más. Sara es una vieja amiga, compañera de trabajo. Nos conocemos desde hace años. Hasta he ido a pescar a veces con Antonio, su segundo esposo, uno de esos tipos que es amante de todo lo que tenga que ver con vida al aire libre.
La relaciän comenzó como algo muy natural: yo sabía que Antonio estaba de viaje -había viajado a algún punto de Centroamérica a cazar mantarrayas o algo parecido- y, al verme yo una noche en la extraña situación de no tener nada en agenda, mujerilmente hablando, le di una llamada. Tal parece que Sara se sentía sola o quizá fue que hacía tiempo que yo le resultaba irresistible, como me han confesado algunas dignas representantes del sexo opuesto, pero lo cierto es que no lo pensó ni dos segundos cuando le propuse darnos una vueltecita por algún motel, donde la pasamos bien chuchin.
Santo y bueno.
Pero al poco tiempo comencé a notar algo raro. La próxima vez que Antonio emprendi?ó vuelo, esta vez para perseguir algún tipo de cangrejo indómito en Luisiana, agarré el teléfono y marqué su número.
Pero esta vez Sara me dijo que estaba indispuesta.
“¿Segura?” le pregunté. “¿Tú sabes lo que te estás perdiendo?”
Pero ni así la convencí.
Sin embargo, al par de minutos sonó mi cellular y, al ver su número en la pantallita, deduje que el dolor desgarrador de no disfrutar de mi compañía le hab?a hecho cambiar de opinión.
Pero desgraciadamente no era así.
Lo que me pronunció fue un discurso largo y adolorido en el que me dijo que la consciencia no le había dejado dormir ni soñar despierta desde que había ‘traicionado’ -término usado por ella- a su marido estando conmigo, y que lo único que podia hacer para lavar su culpa era confesárselo todo a él.
Le dije las frases de rigor a las que recurro en estos casos: que nadie había traicionado a nadie; que, si acaso, ahora su relación con Antonio iba a estar más sólida gracias a que ella se había permitido una aventurilla insignificante con alguien que era como si fuera ‘de la casa’.
En fin, cuando colgamos los dos, me sentí razonablemente confiado de que le había sacado de la cabeza el asuntito esa de la confesión conyugal.
Mi mundo se vino abajo, sin embargo, a principios de la semana pasada, cuando Sara me llamó toda agitada a eso de las 11 de la noche para decirme que se lo había contado a su marido.
“¿Y cómo tomó?”le pregunté.
“No sé”, respondió ella. “Lo único que sé fue salió de la casa a toda velocidad”.
“¡Diablos!”exclamé.
“Y no solo eso, Juan”, me dijo ella. “Llevaba algo en la mano. Me parecía un arpón”.
Lo peor de todo, me dijo, era que Antonio había salido hacía unos 15 minutos, por lo que, si había salido disparado en mi dirección, arpón en mano, ya era posible que…
En esos precisos momentos alguien golpeó la puerta de mi apartamento.
“¡Abre, desgraciado!”, gritó una robusta voz masculina, “yo sé que estás ahí”.
Finalmente abrí, con los ojos cerrados y cubriéndome el pecho con algo, tal vez con la tapa de una cacerola.
Había un hombre, pero no era Antonio, sino el guardia de seguridad del edificio. Junto a él estaba Sara, tendiéndole un billete de $20 por unos servicios que, al parecer, habían incluido golpear la puerta y gritarme a voz en cuello.
Sara entonces apagó su celular y me regaló su mejor sonrisa al proceder a entrar.
“¡April Fool!”, me dijo.
Romeomareo2@gmail.com