Romance entre borrachos
No sé si esto le pasará también a usted, señor Romeo, pero a mí el acceso ilimitado al alcohol a veces me pone a hacer y decir disparates.
“Hace tiempo que no me como una buena berenjena”, le dije, por ejemplo, cuando ya saboreaba mi tercera Heineken, a una señora de aspecto distinguido, por no decir que avinagrado, en una reciente fiesta ofrecida por el dueño de la compañía en la que trabajo.
Hasta entonces llevábamos como cinco minutos parados el uno junto al otro viendo bailar o conversar a los demás, sin que nos hubiésemos dirigido la palabra.
La señora se volteó hacia mí.
“¿Cómo me dijo?”
“¿Dijo? ¿Dije? Lagartijo”, le expresé. “Berenjena de lagartijo”.
La mujer me echó una mirada ofendida y se alejó dándome la espalda.
No me importó.
A mediados de la cuarta Heineken, ya yo me sentía increíblemente inteligente y feliz.
“Si se dice ‘descalabrar’… ¿qué quiere decir ‘calabrar’?”, le pregunté, después
de pensarlo mucho, a un don calvo y dotado de una expresión asmática que, luego de escucharme, me roció con una despreciativa mirada de miope.
“Yo no sé de qué diablos usted me está hablando”, me dijo el don, también alejándose, apenas dándome tiempo para que yo le gritara a su espalda “oh, gracias, gracias, muchíiiiisimas gracias”.
Luego me dediqué a reírme como un bobo por buen tiempo. Cuando me cansé de esto, extraje mi peinilla, la envolví con un poco de papel celofán y la apliqué contra mis labios. Enseguida me puse a sopletear ‘Ýankee Doodle Dandy’, la cual, por alguna razón, es la única tonada que se me ocurre cuando estoy así de simpaticón.
De este modo me entretuve un tiempo indefinido -pueden haber sido minutos o, quizás horas-, precisamente hasta que me di cuenta de que alguien me estaba mirando… sin ningún tipo de sutileza.
En efecto, don Romeo, había una joven parada junto a mí. Levantando un poco la quijada, me observaba con el ceñudo detenimiento de quien está analizando, muy de cerca, un cuadro que encuentra indescifrable. Escrutaba mi cara como a otros, me imagino, les habrá escrutado el escroto.
La miré a mi vez. Era una de las secretarias ejecutivas de la compañía, pero había cambiado tato de ‘look’ que apenas me resultaba reconocible. Ya usted sabe, Romeo: hay mujeres que parecen disfrazarse cuando van a alguna fiesta. Esta mostraba un corto pelo castaño, teñido con unas lengüetas amarillas, peinado con la alocada estridencia de las últimas modas.
Unas altas botas de cuero negro y una camisola arrugada que dejaba que sus senos temblequearan libremente como conejos asustados bajo la superficie, completaban la imagen deseada, suponiendo que su deseo hubiera sido el de mostrarse como una mujer con pocas inhibiciones.
Bonita, aunque tal vez un poco rellenita.
“Me tienes cara de llamarte Cuqui”, bromeó la muchacha, manteniendo sobre mí su mirada retante -casi apuntándome con la quijada-, y arqueando un poco la ceja para dejar ver que consideraba extremadamente ingenioso aquello que acababa de
decirme.
De algún punto de su fisonomía -no sé si de esa misma mirada enrojecida, o de su boca- emanaba un potente aroma a alcohol.
“Yo no me llamo… me llaman”, dije, por decir algo… simplemente por no
quedarme callado.
Hay veces en que es mejor hablar, aunque sea para no decir nada.
Sorpresivamente, la chica pareció encontrar graciosa mi respuesta. Por lo menos se rió de una forma apoteósica, no tan sólo derramándome encima la mayor parte de la cerveza que estaba bebiendo del pico de la botella, sino haciendo
castañetear las docenas de pulseras plásticas que le bailaban por los
antebrazos.
Deduje dos cosas: que había bebido bastante… y que no estaba acostumbrada a
beber bastante.
De pronto frenó en seco la estampida de sus risotadas y volvió a escudriñarme
con su anterior gesto serio, esculcador de una obra de arte demasiado
rebuscada.
“Aquí todos son unos estúpidos”, me dijo, con una media sonrisa sarcástica,
“menos tú”.
“Oh, muchas gracias”, le dije.
Hice un gesto afirmativo de agradecimiento, a la vez que le echaba un vistazo de soslayo al interior de mi vaso: ya iba siendo hora de darme otra vueltecita por la barra.
“Más bien tú me tienes tipo de imbécil”, aclaró ella.
Así creo que empiezan, don Romeo, los romances que, si uno tiene suerte, no recuerda para nada a la mañana siguiente.
Romeomareo2@gmail.com