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No metas la pata, introduce el pie

Que conste, no estoy hablando de fetichismo ni nada parecido, pero cada vez estoy más convencido de que el pie es la parte más subestimada de la mujer.
Con buena razón, naturalmente: ¿Cómo puede competir ese pobre miembro frente a superestrellas como las piernas, el busto, la cara o los muslos?
Además, el pie tiene en su contra el hecho de ser un miembro casi puramente funcional, y las propias mujeres parecen tratarlo con algo de menosprecio… como si dieran por sentado que está ahí.
Con la excepción de aquellas féminas que se pintan las uñas de los pies o hasta le ponen una argolla a alguno de los dedos, tal vez con la intención de exhibirlos en la playa o en el próximo ‘pool party’, son muy pocas las que se preocupan mucho por ellos. Es más, casi pudiera decirse que en su mayoría sólo se acuerdan de él cuando están demasiado cansadas, y entonces lo darían todo -o casi todo- por un buen masaje, de esos que empiezan por el talón y terminan en el dedo gordo.
En fin, esta introducción da pie (jejejé) a que les hable de Alfredo, un viejo amigo y ex compañero de escuela superior.
Luego de haber perdido el contacto con él durante décadas, volvimos a encontrarnos recientemente en un ‘get together’ de nuestra clase graduanda. Como suele ocurrir en esas reuniones, entablamos una rápida conversación en la que cada cual pretendió suplirle al otro una información relámpago acerca de cómo había transcurrido su vida.
De esa manera Alfredo me enteró de que se había divorciado recientemente -por suerte sus hijos ya estaban grandes- y que, después de sufrir en silencio durante casi 15 minutos el triste proceso de divorcio, había decidido tirarse de lleno al mercado de la agencia libre en busca de una nueva pareja.
Durante un tiempo, explicó, recorrió todas las etapas de rigor: acudió a discotecas ‘para mayores’, aceptó que sus amistades le concertaran citas a ciegas, hasta apeló en un momento de debilidad a una de esas páginas de Internet que prometen empatarlo a uno con su media naranja, y la más de las veces uno termina con una piña agria.
De pronto Alfredo sonrió: había llegado al punto culminante de su mini historia.
“¿Sabes una cosa? De pronto me di cuenta de que tenía la solución en mis manos. Literalmente en mis manos”.
El misterio se me desvaneció cuando Alfredo me confió que él administraba una tienda de calzado femenino en un conocido centro comercial de la capital y que, por consiguiente, entre una cosa y otra, se pasaba buena parte del día viendo, analizando y aquilatando pies femeninos.
Y como no era un hombre poco inteligente, desde temprano se había dado cuenta de una cosa: mientras que a las mujeres en general podría resultarles chocante que un hombre desconocido le tirara elogios verbales a su busto o sus piernas, éstas acataban de buena gana el que el individuo en cuestión se mostrara maravillado por sus pies.
“¡Pero, señora, qué pies hermosos tiene usted!” se convirtió en una de sus frases favoritas.
“Créeme, Romeo”, me confió Alfredo, “de la forma en que ella moviera el pie cuando yo le decía esto, ya yo sabía de inmediato si tenía la venta hecha o no”.
La razón, dedujo, era obvia: muy pocas mujeres están acostumbradas a que le elogien de esa manera su extremidad inferior.
Últimamente, ahora que volvía a ser soltero, Alfredo había venido usando ese mismo acercamiento no tan sólo para vender zapatos, sino para conseguir citas.
¿Y cómo te ha ido? le pregunté intrigado.
“Una cosa te voy a decir”, me dijo. “A menos que meta la pata, nunca me voy a quedar a pie”.

 

Romeomareo2@gmail.com

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