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Las apariencias engañan

 

Haré una observación generalizada: los hombres somos más sinceros que las mujeres. Ahora, antes de que a alguien se le vaya a reventar alguna arteria, paso a dar mi explicación: quiero decir en lo que a la apariencia física se refiere.
Está bien, habemos algunos que usamos pelucas o tupés, o que incluso nos hemos hecho nuestra cirugía para alisar algunas arrugas de la cara. Hasta habemos algunos que usamos una especie de faja para camuflar un poco la panza.
Pero lo de algunas mujeres llega a veces a la falsa representación. Y creo que hasta podría llegar a ser algo imputable y procesable en las cortes del país, igualito que se dice ahora del Manco.

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¿Quieren un ejemplo? Hubo un tiempo en el que estuve saliendo con una muchacha a la que aquí llamaré Saida, no sólo porque es un nombre ficticio que se parece bastante a su nombre original, sino porque también suena un poco a sadismo. Saida era alta, dotada de un frondoso pelo negro. Además era culta y elegante. Es decir, se podía ir al teatro con ella, y no solo a ver a piezas que podían tener nombres con palabras como ‘Cuernito’ en el título.
En fin, todo marchó bien hasta un día en que quedamos en ir a la playa. Cuando la recogí en la puerta de su casa, casi estuve a punto de pedirle que me enseñara su licencia para confirmar que, en efecto, se trataba de la misma persona: sin peluca, sin zapatos de tacones y sin maquillaje, parecía, en efecto, una mujer totalmente diferente. Mi temor fue que incluso resultara que usaba dientes postizos.

 
Sufrí mucho: casi estuve dos días completos sin reírme, hasta cuando un compañero de trabajo resbaló junto a mí y embistió con la nariz la pantalla de su computadora.
Llámenme superficial o lo que quieran, pero la realidad es que con Saida fui cortando la relación poco a poco.
De ahí en adelante, desarrollé con mis amigas la táctica de invitarlas a la playa a la segunda o tercera cita, para de inmediato comprobar cuánto de su personalidad era falso, y cuánto real. Fue así que me empaté con Rosa (también nombre supuesto). Era secretaria y poseía una voz melosa que a mí me embrujaba. Por suerte, después de verla en acción en la playa, no dudé de su palabra cuando ella me dijo que, en otra época, también había trabajado como modelo de bikinis.
Lo malo, sin embargo, es que ella, según decía, no estaba lista para una ‘relación formal’. Y para conseguir una cita con ella, era como si uno estuviera solicitando audiencia con el Papa.

 
“Déjame ver… no, el jueves a las cinco tengo un ‘happy hour’ con Eduardo”, me decía por teléfono, con su encantador tono secretarial. “El viernes al mediodía… pues no, almuerzo con Julio y con Eduardo, los gemelos. ¿El sábado? Ah, ese día viajo a St. Thomas con Raúl”.
Dejé de interesarme por ella cuando, al llamarla, un día me contestó un mensaje grabado donde pedía que le dejara dicha mi propuesta de cita, con hora y lugar, con dos alternativas y teléfono al que su representante me pudiera contestar la llamada.
Romeomareo2@gmail.com

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