La tragedia de la mujer inteligente
Groucho Marx, uno de los grandes filósofos del siglo 20, dijo una vez: “Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer. Detrás de ella, está su esposa”.
Se me ocurre analizar que el chiste de Groucho hace alusión al viejo tema, pre-feminismo, de que muchas veces la mujer era el verdadero poder detrás del trono, quien en verdad soplaba las velas del éxito de su querido marido, aunque, por supuesto, por ser mujer, siempre tuviera que dar la impresión de que su función primordial era estar en la casa friendo los frijoles y cuidando a los niños.
Ahora, 70 u 80 años después de que dijera aquella frase el gran Groucho -quien señaló otra vez que “El matrimonio es la principal causa de divorcio”-, vivimos en un mundo muy diferente. Las grandes mujeres no están precisamente detrás de los grandes hombres, sino que a menudo frente a ellos. O golpeándole la puerta del baño para que acaben de irse a trabajar.
En efecto, ya resulta trillado el análisis de los sicólogos que explican la merma en matrimonios y el meteórico ascenso en divorcios diciendo que los hombres todavía no se han adaptado por completo a la realidad de que la mujer es tan inteligente y tan independiente como él, aunque se vista un poco diferente.
Y, claro está, hace tiempo que las mujeres se quejan de que apenas hay disponibles hombres que valgan la pena: es decir, guapos, sinceros y trabajadores.
En fin, yo tenía una amiga que decía: “Yo hasta me conformo con que tenga dos de esas tres cualidades. Que sea guapo y trabajador, por ejemplo. Y si ando en un momento de crisis, creo que hasta estoy dispuesta a hacer un sacrificio y con lo de ‘guapo a secas me quedo”.
Esta amiga, de hecho, también me hacía otro señalamiento: “Las mujeres como yo, inteligentes, académicamente bien preparadas…”
“Y modestas”, la interrumpí.
“Lo de la modestia es opcional”, me dijo, mirándome mal.
Entonces prosiguió: “Pues las mujeres que somos así tenemos el problema de que ahuyentamos a los hombres. En un ‘pub’ o dónde sea, parece que los tipos que se ponen a conversar con una esperan que nuestra conversación gire en torno a la Kardashian o lo feo que le quedó el traje a Miss Puerto Rico, y cuando nos escuchan decir una palabra de más de dos sílabas reaccionan como perro que oye un trueno y huyen a buscar refugio”.
Le comenté, naturalmente, que el temor a la mujer inteligente era un tema tan antiguo que incluso databa de antes de la primera cirugía plástica de Cher.
De hecho, incluso muchas de las actrices que se ganaban la vida haciendo de tontas rubitas en la pantalla, tenían mucho más cerebro de lo que dejaban entrever. ¿Te acuerdas de Jayne Mansfield, la lluvia platinada a la que llamaban una Marilyn Monroe de segunda división y para llamar la atención se ponía unos escotes que le llegaban hasta la rodilla?, le pregunté. Pues resulta que tenía un I.Q, de más de 160… y se supone que la genialidad se mide de 140 para arriba.
Pero a ella la medían con otra vara: 36-24-35.
Dicho esto, sin embargo, me di cuenta de que mi amiga empezaba a mirarme con otros ojos, como si además de sincero, guapo y trabajador, ahora resultara que yo rompía todas las barreras y, contra todos los pronósticos, resultaba ser inteligente también.
Pero es que yo también sé que, hoy en día, eso es lo menos que buscan las mujeres. Por eso andan con ahí con tipos llenos de cadenas, una gorrita de medio lado en la cabeza y usando gafas para el sol a las 12 de la medianoche.
“¿Inteligente, yo?”, le dije, para desalentarla. “Con solo decirte que hasta los otros días hubiese jurado que xenofóbico era aquél que le tenía pánico a los senos de las mujeres”.
romeomareo2@gmail.com