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La mujer de mis sueños

Le cuento mi tragedia, amigo Romeo,

Me llamo Yldefonso… mi apellido no viene al caso. Tengo 43 años. Como usted, estoy “felizmente divorciado”, aunque en mi caso esa felicidad tardó como seis meses en florecer, después de otros seis meses de lloriqueos y de pasarme todo el tiempo libre encerrado en casa viendo la colección completa de Sex and the City, que era la serie favorita de mi ex.

Una noche tuve un sueño muy raro: me encontraba en Nueva York, un sitio donde jamás he estado, y, en el sueño, vi claramente cómo caminaba por esas calles de Manhattan rodeadas por todas partes de enormes rascacielos, una imagen que de seguro mi cerebro habrá extraído de múltiples películas o incluso de la misma Sex and the City.

De pronto el sueño dio un salto y, sin ningún tipo de explicación, me encontré conversando agradablemente con una chica mientras los dos bebíamos lo que parecían ser unos refrescos de frutas en un café al aire libre.

La chica era rubia, delgada y llevaba espejuelos. Reía espontáneamente ante cualquier cosa que yo le dijera, a diferencia de mi esposa, cuyas risas parecían replicar la frecuencia de un eclipse lunar o algún otro fenómeno atmosférico.

Terminados los refrescos, los dos nos levantamos de nuestro asientos, y allí me percaté que era una chica alta. Llevaba puesta una especie de minifalda que le quedaba de lo más bien. Es decir, ella era una especie de Cameron Díaz, pero un poco más bonita y simpática. Se despidió de mí dándome un casto besito en la mejilla.

Esa mañana me desperté de muy buen ánimo pero, al mismo tiempo, maldiciéndome por no haberle pedido el número de teléfono o algo parecido a la chica del sueño.

No debí preocuparme: a la noche siguiente, seguíamos en Nueva York. Como si fuera una película de Woody Allen, me vi saliendo de un cine con ella y nos pusimos a caminar cogidos de manos por las aceras recubiertas de hojas secas -era otoño-, conversando alegremente. De algún  modo llegamos a un parque de diversiones: se veía girar la rueda de la estrella, se escuchaba la música alegre de algún carrusel, se respiraba el olor a algodón dulce.

Riendo, llegamos hasta un cubículo donde me puse a tirarle pelotas de goma a una hilera de botellas que había al fondo, con tan mal puntería que solo me dieron un gran globo anaranjado como premio de consolación. Se lo brindé a ella como un regalo y ella lo aceptó casi llorando de la alegría.

Después de un par de noches en que por alguna razón me dio con soñar con la última película de X-Men, por fin pude estar con ella otra vez. Pero no fue un sueño gratificante: me desperté temblando y solo recordando haberla visto a ella llorando y diciéndome adiós con la mano.

En los próximos días apenas fui capaz de conciliar el sueño y, cuando lo hacía, bien volvía a soñar con los malditos X-Men o bien, al despertar, no recordaba lo que había soñado.

A la semana pedí unos días libres en el trabajo y agarré un avión para Nueva York.

Enseguida cogí un cuarto en un hotelito de Manhattan y, esa misma primera tarde, comencé a caminar sin parar por los alrededores, sin saber exactamente a dónde quería llegar. Descubrí cuál era mi destino, sin embargo, cuando, a las dos o tres horas, me topé con la fachada de un cine que me resultó familiar. Seguí mi marcha y, par de cuadras más adelante, me topé entonces con un parque de diversiones idéntico al que había visto en mis sueños. Con el corazón palpitándome cada vez con más violencia, al acercarme al cubículo donde uno jugaba tirándole pelotas a las botellas vi que allí estaba ella, luciendo la misma minifalda que había llevado puesta en mis sueños.

Compré un ticket para participar en el juego y gracias a mi mala puntería volví a ganarme un globo de consolación. Entonces, esperanzado en que ella me reconociera, se lo ofrecí como un trofeo. La chica rubia empezaba a regalarme su inconfundible sonrisa cuando, de pronto, el globo explotó…

Cuando abrí los ojos, yo estaba de nuevo en mi apartamento, rodeado por el familiar ronroneo del acondicionador de aire y por la oscuridad que solo penetraba la esfera fosforecente de mi reloj despertador que marcaba las 4 y 20 de la madrugada.

Y lo peor de todo: mi esposa roncaba del otro lado de la cama.

¿Qué me dice, Romeo?

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Nada… que algunos sueños son pesadillas.

Romeomareo2@gmail.com

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