La esposa más complaciente
La otra noche me encontraba yo ‘minding my own business’-como dicen los americanos-, disfrutando de un momento de relajamiento tipo ‘happy hour’ en la barra deportiva que visito con cierta frecuencia, cuando, de pronto, un viejo amigo al que no veía desde hacía bastante tiempo se sentó junto a mí.
¿Qué les cuento? No sé si la gente habrá empezado a verme cara de confesor espiritual o algo parecido pero, a los cinco minutos, todo lloroso, este viejo amigo, llamado Uroyoán -nombre ficticio- estaba relatándome con todos sus pormenores los problemas por los que atravesaba su matrimonio.
Según mi mejor recuerdo, la historia iba así: Uro (como le llamamos sus íntimos) se había casado con Yolandita tan pronto ambos se graduaron de la UPR, donde se habían conocido mientras él estudiaba educación física y ella literatura comparada.
Durante los primeros meses, explicó, vivieron un matrimonio ideal: ni una discusión, ni un contratiempo. De hecho, vivieron tanto tiempo en una armonía total que Uro hasta llegó a preocuparse: ¿Qué pasaría cuando tuvieran un dime y direte? ¿Estarían capacitados los dos para superar ese mal momento y decir borrón y cuenta nueva?
Como ese momento no llegaba, él tomó la firme resolución de provocarlo… para ver qué pasaba.
Así, él, que usualmente estaba en casita a los 15 minutos de salir de su trabajo como instructor de aeróbicos y paracaidismo virtual en un gimnasio, un día determinado se quedó hasta tarde consumiendo alcohol con unos amigos.
Llegó pasadas las 11 de la noche.
“¿Te pasó algo mi vida?” fue la pregunta con la que le recibió Yolandita, quien, lejos de mostrarse contrariada, lucía aliviada de verle sano y salvo.
Otro día el hombre gastó buena parte de su salario semanal en la compra de un nuevo estéreo para su carro, por lo que no pudieron pagar a tiempo la hipoteca.
Pero Yolandita tampoco se molestó: “Hay veces que uno tiene que darse unos gustitos, mi vida”, dijo ella.
Como ella tampoco se molestó cuando, por una irresponsabilidad de mi amigo al dejar abierta la puerta del patio, el perro chihuahua que es la adoración de Yolandita se escapó de la casa y estuvo medio día correteando por la urbanización.
“Lo importante es que lo encontramos y que está bien”, le dijo ella, compasiva, cuando él fue a pedirle perdón por el incidente.
“La verdad es que no sé qué hacer”, me dijo mi amigo, rascándose la cabeza.
Le dije, naturalmente, que no entendía por qué él estaba lamentándose tanto. Para alguien como yo, que una vez tuve una esposa que me acusaba de despilfarrar la herencia de nuestros hijos -que nunca tuvimos- cuando yo pedía una bolsa de ‘pop corn’ grande en el cine, me parecía que él estaba viviendo en una especie de paraíso terrenal.
“¿Paraíso?” me preguntó él. “Más bien infierno. Parece mentira, pero se me está haciendo dificil vivir con una mujer que siempre está de buen humor y que nunca, pase lo que pase, se molesta con uno. Ya estoy que sólo quiero que me mande p’a buen sitio un día, aunque sólo sea para romper la monotonía”.
No volví a verlo por esos lares, pero, a través de un amigo mutuo, me enteré de que habían terminado divorciándose.
Tal parece que el día que él le propuso a Yolandita que quería tomar ese paso, ella se limitó a responderle: “Lo que tú quieras, querido”.
Pero, por supuesto, se le quedó con la casa, con el carro… y con el perro también.
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