La atracción de una mujer mayor
Para desgracia mía y muchos otros hombres de mi generación, cuando yo era muy joven no estaba tan propagada la tendencia de hombres jóvenes teniendo romances con mujeres bastante mayores que ellos. El tipo de mujer que hasta tiene su nombrecito: las Cougars.
Y, claro está, no me refiero tan solo al mundo del cine o de la música, donde siempre han sido habituales las parejas compuestas por una actriz o cantante ya cuasi legendaria y un mozalbetito de buena pinta, a lo J-lo o Madonna o Jennifer Aniston.
Es decir, Elizabeth Taylor se casó siete u ocho veces -creo que hasta ella misma perdió la cuenta- y en las últimas solía aventajar a su cónyuge en proporción de casi 2 a 1.
Pero sí creo correcto decir que uno de los primeros ensueños eróticos de un muchacho siempre ha sido el de quedar conquistado -o seducido- por una mujer mayor.
No hace falta tener una maestría en sicología para indagar las razones: nada complacería más a un muchacho joven e inexperto con las mujeres que el que una mujer mayor fuera la que tomara toda la iniciativa. Eso le evitaría lidiar con cosas un poco complicadas, tales como el rechazo.
X X X
En fin, lo que me refrescó el recuerdo de todo esto fue que, los otros días, todo compungido, un viejo amigo me dijo que estaba preocupado porque uno de sus hijos, que ya tiene 23 años, estaba saliendo con una mujer mucho mayor que él.
“¿Cuán mayor?” le pregunté.
“Uf, ella debe estar ya cerca de los treinta”, me respondió.
Claro que me eché a reír: con los ungüentos que se ponen y las cirugías que se hacen ahora, es casi seguro que, si la relación se alarga, ella termine pareciendo hasta hija de él.
En mi caso, tuve una vez un asomo… pero se quedó en nada.
Entre las muchas clases que cogí en la UPR hubo una de francés, un idioma que nunca llegué a dominar pese a la cantidad de veces que traté de meterle el diente.
La gran virtud de esta clase era su maestra, que era francesa de verdad y que, para mí, cumplía a cabalidad con las cualidades y características que yo atribuía entonces a la mujer francesa: alta, elegante, algo pálida, esbelta, de facciones algo huesudas…
Me parecían mujeres que habían sido hechas no para vivir un romance, sino una gran pasión, una hermosa tragedia apasionada.
Las películas protagonizadas por Gerard Depardieu estaban llenas de ellas: Isabelle Huppert, Fanny Ardant…
En fin, esta maestra tenía uno de esos peinados tan franceses, tan lleno de flecos desordenados, que a cada rato tenía que arrancárselo de la cara para que no le cubriera los ojos.
Como yo era el único ente masculino del salón, era natural que ella a menudo me cogiera de punto o hasta fingiera flirtear conmigo como parte del desarrollo de cada clase.
No le di la menor importancia –no hubiese sabido cómo hacerlo- hasta un día en que ella, volteándose hacia la pizarra para escribir algo, dijo mi nombre y me preguntó en francés: “¿Cómo te gusta que una mujer lleve el pelo, recogido encima de la cabeza como lo tengo ahora o suelto sobre los hombros?”
Creo que fue el hecho de que ella no me estuviera mirando lo que me estimuló el atrevimiento:
“Recogido”. dije. “Así es más fácil que uno pueda besarle el cuello”.
Toda la clase se rió mientras que la maestra fingía sonrojarse a la vez que decía, “Oh, la, la”, o algo por el estilo.
De ahí en adelante, las bromas suyas se volvieron más atrevidas en el salón de clases, siempre siguiendo la misma tónica y siempre en francés, como si todo fuera parte de la lección.
“¿Y a qué hora del día prefieres hacer el amor, en la mañana o por la noche?” me preguntó una vez.
“Si es con alguien como tú, a cualquier hora del día estaría bien”, le respondí.
Un día, finalmente, coincidimos en la fila de la cafetería de la UPR y, mientras hacíamos turno para pagar, conversamos brevemente en español antes de que ella, pasando al francés y al tonito juguetón que asumía en la clase, me acercara un poco su cara al oído y me dijera: “Solo espero que tú no creas que estoy bromeando contigo”.
Quise responderle algo definitivo… pero me enredé con los tiempos verbales en lo que trataba de hallar mi mejor respuesta. Entonces, cansada tal vez de esperar, o porque sencillamente no esperaba nada de mí, ella se alejó cabalgando sobre una gran carcajada burlona.
Nunca supe si me había hablado en serio ni, por consiguiente, si yo, con mi inmadurez y mi francés fatal, había desperdiciado una oportunidad trascendental.
Pero pronto el semestre terminó y se me quitaron las ganas de seguir aprendiendo francés.
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