Fin de una hermosa relación
Nunca, en los 14 años que llevaban de casados, Vivian y Rodrigo (nombres ficticios) habían tenido problemas que amenazaran su vida como pareja, con la única excepción de un leve parpadeo que había tenido él unos siete años atrás.
Y quizá ni siquiera pudiera catalogarse de parpadeo: en horas de la madrugada, a Rodrigo lo habían arrestado en el cuarto de un motel de baja reputación completamente borracho. Lo acusaron de alteración a la paz luego de haberse pasado no menos de 45 minutos interpretando en la trompeta los primeros acordes del tema de Rocky, con breves interrupciones para tomarse fotos de los pies con una vieja cámara de revelado instantáneo. Es decir, un ‘selfie’ peatonal.
Aunque los policías sospechaban que podía tratarse de un nuevo tipo de perversión sexual, el juez de primera instancia ante quien lo llevaron optó por no hallarle causa, más que nada porque no estaba acompañado ni había evidencia de que hubiera conducido en estado de embriaguez.
Además, era fanático de las películas de Rocky.
Pero Rodrigo, quien con evidencia médica le aseguró a su esposa que su raro comportamiento se había debido a un envenenamiento con alcohol, no volvió a descarrilarse en los años siguientes. De hecho, representó con tal maestría el papel del marido perfecto que Vivian comenzó a atravesar poco a poco por las etapas místicas que caracterizan la vida de la pareja de un hombre modelo. A saber: tranquilidad… aburrimiento total… ganas de ablandarle la cabeza de un sartenazo.
A la larga, solo para inyectarle un poco de pimienta a la relación, a ella se le ocurrió jugarle una bromita: una mañana, cuando él hacía gárgaras en el baño antes de marcharse hacia el trabajo, ella le untó un poco de lápiz labial a uno de sus pañuelos y, agarrando su gabán para dárselo, fingió que el pañuelo se había caído del mismo.
“¡Y esto qué es!” gritó, mostrándole el pañuelo manchado.
De la sorpresa, naturalmente, Rodrigo se tragó el enjuague bucal y luego de pasarse los próximos minutos haciendo señales de ahogo, juró y perjuró que no sabía de dónde habían salido aquellas manchas labiales.
Luego de otros cinco minutos de rabieta, Vivian asumió la pose clásica de la esposa que más o menos está dispuesta a poner a probatoria a su marido, pero bajo amenaza de descargarle el doble de su furia si volvía a cogerlo en pifia.
Como era de esperarse, Rodrigo se comportó como un corderito en los días siguientes, hasta el punto de que a cada rato la llamaba a ella para preguntarle si estaba bien o necesitaba algo.
Otra vez hastiada port anta delicadeza, Vivian se puso de acuerdo con una amiga e hizo que a altas horas de la noche, cuando él estuviera roncando, esta enviara un candente mensaje de texto al celu de Rodrigo. Vivian hasta le dictó su contenido, que concluía: “Te extraño, papito. Sandra”. A la mañana siguiente, antes de que Rodrigo se despertara, ella vio que su celular estaba vibrando y fingió ver el mensaje por accidente.
“¡Y esto qué es!” le gritó, lanzándole el aparato por la cabeza.
Sin darse tiempo ni siquiera para bostezar o sufrir un ataque cardiaco, Rodrigo volvió a insistirle que era inocente y especuló que la tal Sandra pudo haberse equivocado de número.
Tras liberar un ataque de rabieta durante cinco minutos, Vivian fue bajando la intensidad de su furia hasta que desembocó en la habitual estrategia femenina de no dirigirle más la palabra durante el resto de esa semana.
En esos días, claro está, Rodrigo se esmeró en ser más dócil que una paloma de la paz en estado de suspension inanimada y no falló ni una sola vez en agregar un “querida” o un “mi vida” cada vez que le decía algo a Vivian, aunque solo fuera pedirle que le bajara el volume al televisor.
Pero se trató de una calma ficticia, esa sensación de desastre inminente que suele anteceder a los huracanes, los terremotos o el momento en que uno, sobrecogido de pavor, ve que Maripily comienza a abrir la boca frente a un micrófono.
Tarde una noche, cuando ya Rodrigo dormía, Vivian sacó del estante de la ropa sucia la camisa que se acababa de quitar y la roció con un perfume barato que ella había comprado ese día.
Al día siguiente, cuando fingía que estaba echando la ropa a la lavadora, Vivian volvió a estallar de rabia.
“¡Qué es este olor! ¿De quién es ese perfume?” chilló antes de prolongarse durante los próximos minutos en otro divertido ataque de cólera.
Pero su diversión comenzó a amainar cuando fue percatándose de que, en vez de protestar su inocencia o alegar una confusión, Rodrigo esta vez se limitaba a esperar con los brazos cruzados a que a ella se le descargara la batería de su cólera.
Entonces él le dijo con total aplomo: “Tienes razón, mi vida, no te voy a mentir más. Tú no te lo mereces. Amo a Sandra”.
Luego recogió sus motetes y se mudó temporeramente a la casa de sus padres en lo que sus abogados completaban los trámites del divorcio.
Cuando llegó su día en corte, ambos presentaron causales diferentes para justificar la disolución de aquella hermosa relación conyugal: ella, naturalmente, infidelidad de la parte del marido. Y él, imbecilidad, de parte de la esposa.
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