Crisis de la temprana edad
El pub que yo frecuento, llamado La Candela (nombre ficticio), ardía a fuego rápido la noche del martes, cuando celebramos nuestra ya tradicional fiestecita de fin de año.
Como siempre, se trató de una actividad ‘by invitation only’, donde solo acudimos los parroquianos más intensos del lugar con o sin pareja para poder beber y disfrutar sin temer ofender a algún desconocido.
Yo, naturalmente, fui solo: todavía mi pobre corazón no había recuperado su ritmo después de mi más reciente rompimiento con Marta, con quien he venido viviendo lo que los americanos llaman una relación ‘on-off’ en los últimos tiempos. Aun así, la pasé de la más bien compartiendo con los panas de siempre, hasta que de pronto me percaté de la presencia de Julián.
Julián es uno de esos tipos que solo está feliz cuando se siente triste. Una especie de hipocondriaco esperitual. Ni más decir que una vez se sacó varios miles en la lotería y lo primero que hizo fue lamentarse por lo mucho que iba a tener que pagar en impuestos.
Gracias a su ‘body language’, no me quedó más remedio que deducir que atravesaba por otra de sus recurrentes crisis de melancolía: los dos codos sobre la barra, la cabeza inclinada hacia el pecho, el vaso de bebida aguardando pacientemente a que Julián le diera el primer sorbo.
Según sus cantaletas más recientes, ya yo tenía alguna idea de lo que le estaba pasando: es natural que, cuando llegamos a cierta edad, a algunos hombres nos disminuya el impulso sexual, pero el caso de Julián era especial en el sentido de que él había empezado a sentir esa baja de voltaje a los 31 años y ahora, a los 32, ya se sentía que estaba en un declive total.
Así, era natural que en los albores del nuevo año, cuando todo el mundo contemplaba el futuro con alegría, su presencia representara un puntapié en el trasero de la algarabía general.
Al verme hizo un gesto desganado con una mano -como quien ahuyenta un mosquito- y de inmediato, como era su costumbre conmigo, comenzó a hablarme de su último trauma.
“No tengo salvación”, me dijo, “estoy frito”.
“¿A qué se debe ese optimismo, Julián?”, le pregunté.
“A Miley Cyrus, a Cyrus Miley… o cómo se llame”, me respondió. “Tanto alboroto que ha formado con su constante sacada de lengua, unido a su ropa provocadora, su ‘twerking’ y a su video en el que sale desnuda y la verdad es que lo único que me provoca es bostezar y cambiar el canal”.
Le respondí, claro, que esa no era una muestra confiable de pérdida de virililidad, si era eso lo que le preocupaba: también a mí, por ejemplo, con sus pálidas piernitas de ternera hambrienta, Miley Cyrus me resulta tan sexy como una foto de Cher sonándose la nariz.
Pero parece que lo de Julián era más grave de lo que yo creía.
“Es que lo mismo me pasa con Maripily”, me dijo. “La veo con esos trajes apretados que se pone, en las que todo se le quiere salir a borbotones, y en lo único en que pienso es en lo incómoda que debe estar, la pobrecita”.
Y por ahí siguió: ver a Kim Kardashian, con sus labios imposibles y protuberantes, solo le recordaba un artículo que había leído sobre las nefastas consecuencias del botox.
Donde me parece que se pasó de la raya, sin embargo, fue cuando dijo que incluso no aguantaba mirar a la exquisita Scarlet Johansson, debido a un reportaje que había visto acerca de cómo de verdad se veían las divas -como ella- cuando no estaban maquilladas ni protegidas por los efectos del ‘photoshop’.
“Mostraron una foto suya en la playa”, dijo, estremeciéndole el cuerpo un calambre nervioso. Procedió entonces a enterrar aún más la barbilla en el centro del pecho.
“Maldita celulitis”, masculló con rabia.
“¡Ya no me atraen las mujeres!”
Luego de aguantarme las ganas de lanzarle por la cabeza el trago que seguía ene stado de virginidad frente a él, le dije que, por desgracia, yo no era siquiatra, sicólogo ni nada parecido pero que, por encimita, escuchando todo lo que me estaba diciendo, no me resultaba difícil formularle un diagnóstico.
“¿Sí?” me preguntó esperanzado.
“Claro”, le dije. “M imagino que podría decirte que se trata de una crisis de mediana edad, pero el problema es que todavía no has llegado a esa etapa”, le dije.
“¿Entonces?”, me pregunto él.
“Nada, que eres un morón completo”.
Al rato me agradeció el comentario, me dijo que estaba totalmente de acuerdo conmigo y hasta me invitó a otro trago.
Romeo Mareo