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Cómo alejar a un hombre bueno

 

Doy paso a la consulta que me ha hecho una lectora:

“Soy una dama de 24 años. No me atrevería a decir que soy una belleza, pero tampoco soy horrible. Sin embargo, últimamente, con una frecuencia alarmante, cuando llega la tarde del jueves, que es cuando de verdad es que empieza el ‘weekend’, ya estoy con los nervios de punta y con ganas de gritarle a los cuatro vientos -o los que sean, ya que nunca los he contado-: “¡Por qué diablos ningún hombre quiere salir conmigo!”
Tengo amigas o compañeras de trabajo que, para serle sincera, no me llegan ni al tobillo en lo que a personalidad o atributos físicos se refiere. No obstante eso, las veo una semana sí y la otra también embracetadas con tipos que parecen galanes de novela, mientras que yo… nadita de nada.

Y no voy a ser tan mezquina como para decir aquí que ellas van más allá, sexualmente hablando, porque eso es algo que no me consta. Pero poco a poco he venido dándome cuenta de que lo que cuenta en esta vida son las apariencias: y mi apariencia es la de una chica buena y seria, tal vez porque no me visto para salir como si fuera a modelar para un catálogo de Victoria’s Secret, como algunas de ellas.
Cuando un muchacho parece interesarse en mí -es decir, cuando nuestra relación progresa hasta el punto en que él por fin se ha aprendido mi nombre y yo casi a la fuerza le he incrustado un papelito con mi número de teléfono en el bolsillo-, este no tarda en soltarme una frase que ya me he aprendido de memoria: “Tú eres una gran chica, una mujer como para casarse uno… pero desgraciadamente yo no estoy en esas ahora mismo…”.
A veces me han dado ganas de espetarles: “Bueno, pues llámame antes de que pierdas todos los dientes”. Pero me he abstenido: no estoy en las de ahuyentar a nadie. Y quizá dentro de un par de décadas yo no sea tan exigente.
¿Okey? Pues le he dicho todo esto, Mr. Mareo, para contarle ahora la verdadera razón para que yo decidiera redactarle estas líneas.

Hace par de semanas, renuncié a mi táctica de salir en manada con un grupo de amigas los fines de semana. Ya estaba cansada de salir en grupos de cuatro o cinco, embutiéndonos todas en el carrito de una, para luego tener que pedirle pon a alguien para regresar a casa porque las demás habían decidido seguirlas hasta las tantas. Yo necesito acostarme por lo menos antes de las nueve de la mañana.
Quien me dio pon la última vez fue un tipo que lleva par de años como mi compañero de trabajo, pero es tan tranquilo, tímido y calladito que, hablando claro, ni cuenta me había dado de que existía.

Al llevarme a casa en su carro se portó como todo un caballero conmigo: se bajó, me abrió la puerta y ni siquiera me exigió que le diera un par de pesos para la gasolina, como han hecho otros antes.
La cosa es que, después de eso, empecé a encontrármelo por todas partes en el trabajo: junto a la fuente de agua, a la entrada del baño de mujeres… hasta en la cafetería, donde par de veces hasta me ha pedido permiso para sentarse a mi mesa. Algunas de mis amigas han empezado a gufearme diciéndome que tengo un enamorado. Y yo he llegado de preguntarme si no tendrán razón: quizás por ser tan tímido tenía tan poca experiencia con las mujeres que había interpretado mi agradecimiento y mis sonrisas al saludarlo cada mañana como el inicio de un gran romance. Pero a la misma vez me parece un tipo tan buena gente que me da cosa tener que decirle que se aleje de mí.
¿Qué puedo hacer? No quiero lastimarlo”.
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La respuesta es sencilla, m’ija: propónle matrimonio. Eso es algo que funciona mejor que un taser con la mayoría de los hombres.
romeomareo2@gmail.com

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