Carta abierta a la mujer que yo amo
Esta semana nos salimos un poco de la rutina, A pedido de un buen amigo mío, quien muy de vez en cuando se pone pálido y paga una ronda de tragos en el sports bar, copio aquí una hermosa carta pública que él le dedica a la mujer de su vida, quien, por coincidencia, también resulta ser su esposa.
Querida Lucinda,
Es verdad aquel viejo cliché que dice que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Lo traigo al caso porque, precisamente, empiezo a sentirte cada vez más lejos, en especial luego del pequeño incidente de las otras noches.
Ahora que los dos estamos un poco más calmados y hemos dejado de lanzarnos las últimas piezas de la vajilla, vuelvo a explicarte la situación y vuelvo a jurarte lo que ya te dije: no reconocí a tu madre con la peluca que traía puesta, y esa fue la razón por la que amenacé con llamar a seguridad para que la expulsara del restaurante cuando vi que pretendía sentarse a nuestra mesa.
Tu dirás que la peluca no la había cambiado tanto. Te admito que puede ser cierto. Y tal vez exageré cuando, en un momento de tension, te dije que se parecía a Don Francisco vestido de mujer. Pero tal vez es que quedé tan impresionado por todas esas florecitas de cartón que traía prendidas del pelo que ni siquiera le miré bien la cara.
Eso sí, tú me admitirás que tampoco estuvo bien tu reacción. Una cosa es que quisieras vengarte vaciándome la jarra de sangría en el regazo, con total desprecio por el efecto que todo ese líquido frío podia tener sobre mi crónico padecimiento de hemorroides. Pero donde sí te excediste un poco fue al tratar de ahorcarme halándome por la corbata por todo aquel salón, asustando y quien sabe si hasta afectándole la digestión a todos los demás comensales, todos ellos partícipes, como nosotros, del exclusivísimo banquete anual de la Magna Asociación de Fabricantes de Chiringas, capítulo de Juana Díaz.
De hecho, debo decirte que mi corbata, con todo y su bonito diseño de una chiringa hendida en dos por un rayo, quedó declarada perdida total.
Pero lo pasado ya pasó, amor mío. Escribo esto, querida mía, con la intención de dejar atrás todo este trago amargo y tratar de rehacer nuestras vidas, más que nada por el bien de nuestra familia.
Sí, ya sé que no tenemos hijos, pero es casi como si los tuviéramos: ¿No es Suzy, nuestra hamster tan querendona, casi como una hija para nosotros? ¿O acaso no recuerdas lo mucho que lloraste cuando creías que se te había perdido, antes de que la encontraras dormida dentro de tu brassiere? Luego dijiste que no te habías dado cuenta porque lo sentías todo tan pequeño como siempre.
Finalmente debo decirte algo que no llegué a decirte aquella noche fatídica, ya que estos altercados me apagaron un poco la mecha del romanticismo.
Por eso te digo ahora, amada mía, miel de mi alma, que esa noche te veías verdaderamente hermosa con ese peinado de beauty parlor vecinal y ese traje que parecía sacado de un catálogo de modas, pero no de uno del Salvation Army como creo haberte gritado en medio de todo aquel revolú.
Es triste, porque, hasta que llegó tu madre, toda la noche había marchado de maravillas y yo me sentía tan enamorado de ti, y tan seguro de mí mismo con mi corbata oficial, que mi plan original era darte un beso iluminado por la luna cuando llegáramos al jardincito de la entrada de nuestro hogar, allí entre los gigantescos sapos de piedra, rodeados por el elástico zumbido de los grillos, el melodioso canto de los coquíes, el chirrido de las sirenas de las ambulancias y el trueno de las ráfagas de las AK-47.
Pero, claro, ¿cómo íbamos a poder abrazarnos con las esposas que nos pusieron los guardias del restaurant en su exagerado intento por lograr que las cosas volvieran a la normalidad?
Te quiere, tu querido esposo,
Pijuán.
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Nada más que decir, queridos lectores de este prestigioso espacio virtual: ¡Que viva el amor!
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