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Bate que bate, el chocolate

 

Como me sentía un poco cansado y todavía afectado de los nervios por el capítulo de la novela turca que me tenía de nuevo obsesionado con el televisor, me tomé mis consabidas pildoritas para el insomnio, me bebí mi consabida tacita de te verde con limón, programé el despertador para las siete de la mañana y me lancé a la cama dispuesto a dormir el sueño de los justos.
Confieso que ya mi cuerpo no tiene su energía de antes desde que llegué a los treinta años hace dos semanas.
Pero el relojito de mi mesa de noche no había avanzado ni 30 minutos cuando sonó por primera vez el timbre de mi apartamento.
A los cinco minutos ya mi visitante había abandonado el timbre y se dedicaba a dar porrazos, así que no me quedó más remedio que levantarme y, luciendo mi vistosa payamita de dos piezas, color amarillo canario, me acerqué a la puerta.
“¿Sí? ¿Quién es?”, pregunté.
Del otro lado se oyó un carraspeo.
“Servicios Ilimitados”.

iris
Era una voz de mujer, profunda y algo ronca, como si estuviera engolando la voz.
“¿Quién?”
La voz se tornó ahora más enérgica.
“Abra ya, por favor”, insistió la dama.
No terminé de descorrer la puerta por completo cuando sentí una ráfaga ciclónica que inundaba la sala del apartamento, empujándome hacia un lado. Al voltearme, me di cuenta de que esa impresión había sido causada por la forma en que mi visitante había irrumpido en mis aposentos: a pesar de que por su impacto uno hubiese esperado una fémina de unas 300 libras de peso y con desplazamientos de ‘linebacker’ profesional, en realidad se trataba de una chica joven, algo menudita, con espejuelos de bibliotecaria, que venía castamente recubierta por una especie de capa con todo y capucha. En su mano derecha traía además un maletín pequeño, como el que usan los médicos a domicilio… o los asesinos a sueldo.
“Yo soy Carlota”, me dijo, “de Servicios Ilimitados”.
Me pasé la mano por la cara para despejarme los últimos rastros del sueño.
“No entiendo”, dije. “¿Servicios qué…?”

 
La muchacha, que ahora miraba nerviosamente hacia uno y otro lado, ignoró mi pregunta por completo.
“¿Y el baño?”, preguntó. “Ah, ahí”, se respondió ella misma.
Se metió en el mismo y trancó la puerta de un porrazo.
No habían pasado ni cinco segundos cuando, igualita que Supermán emergiendo al instante y transformado de la cabina telefónica, Carlota reabrió la puerta del baño y volvió a hacer acto de presencia en mi salita.
Sé que era ella porque la cara era la misma, con espejuelitos y todo, pero el resto de su fisonomía había quedado casi completamente al descubierto. Lo único que impedía la desnudez total era la especie de traje de baño de una pieza, cubierto de lentejuelas, como los que usan las trapecistas… o las asesinas a sueldo.
Todo lo cual dejaba al descubierto también un cuerpazo de fisiculturista, con muslos de luchadora y trasero indudablemente influenciado por el de Iris Chacón.

Y hablando de Iris, del maletinticito que traía consigo Carlota extrajo un pequeño CD Player que, al oprimirle un botón, comenzó a emitir los primeros acordes de aquel clásico sublime que decía así:
“Si tu boquita fuera
de chocolate
Si tu boquita fuera
de chocolate
yo me la pasaría bate que bate
yo me la pasaría bate que bate”.
Para sorpresa mía, Carlota comenzó a requetemenearse al mejor estilo de la bailarina inmortal, a la vez que también fingía cantar la canción, doblando con gran maestría.

 
Par de veces, mientras yo la observaba con los ojos abiertos de par en par, ella me pasó por el lado, aleteando las caderas en torbellino como filosas aspas de fuego. Bate que bate, fue acercándose a mi persona cada vez más con cada órbita que daba a mi alrededor, hasta que a la cuarta su cuerpo chocó con el mío, y fui a parar de cabeza contra una de las patas de la mesa del comedor.
La muchacha apagó el CD Player y corrió a socorrerme.
“¿Está bien?”, me preguntó toda preocupada cuando vio la sangre.
Haciéndole señas con la mano mientras volvía ponerme en pie, le dejé ver que era probable que solo tuviera la quijada fracturada.
“Ah, bueno”, exhaló Carlota, aliviada.
Yo me alivié también: me resultaba muy claro que alguien me había gastado una broma enviándome a la muchacha, que posiblemente era estudiante de teatro y tenía un ‘part time’ cantando mensajes de cumpleaños y cosas por el estilo.
Pero entonces ella volvió a mirar nerviosamente a su alrededor.
“¿Y dónde está su cuarto?”, me preguntó.
Sentí de pronto como si una alarma sonara dentro de mí, posiblemente desde el epicentro de mi corazón.
Pero resultó que solo era el reloj despertador.

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Luego de escuchar este conmovedor relato de mi amigo Alexis, apodado cariñosamente El Destripador, solo se me ocurrió hacerle una pregunta:
“Dime, Alex, ¿y cómo se llaman esas pastillitas que me dijiste que te tomaste?”

Romeomareo2@gmail.com

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