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Amores ilícitos en el trabajo

Saludos,

Soy Armando, un joven de 52 años que trabaja en una tienda de venta de zapatos en un conocido centro comercial, puesto en el que llevo ya siete años.

Como usted debe saber, don Romeo, en este tipo de establecimiento, a pesar de que la paga es mala y las oportunidades de ascenso mínimas, para colmo imponen unas reglas tan abusivas que a uno le dan ganas, como se dice, de echar un pie… 

En mi caso no lo hago porque al poco tiempo me quedaría descalzo, ya que la calle está durísima.

Entre las reglas que el gerente ha tenido a bien colocar en el papelito que está pegado frente a la fuente de agua, se encuentran delicias como estas: “prohibido beber agua más de dos veces al día en horas de trabajo”, “prohibido ir al baño cuando hay clientes sin atender” y, por último, una que daba risa: “prohibido sostener relaciones personales con otro empleado”.

La risa se debía a que apenas éramos tres los empleados y los otros dos eran dos seres masculinos, uno casado y el otro menos feliz todavía, y, para bien o para mal, los tres éramos decididamente heterosexuales.

Pero el mundo da muchas vueltas y hace unas semanas, tal vez en su deseo por mejorar la venta entre la clientela femenina, el jefe nos reforzó con la contratación de Susana.

Admito que desde un primer momento me sentí atraído por ella: ¿a qué hombre no iba a atraerle una damisela de treintipico años plenamente tatuada y con el pelo teñido de púrpura y que, para colmo de encantos, se pasaba el día entero mascando un chicle, posiblemente el mismo?

Pero supuse que en el mejor de los casos a lo único que yo podría aspirar era a tener una relación imaginaria con ella, dado que yo no había tenido mucha suerte con las mujeres desde que mi esposa me abandonó por el vecino del frente a fines del cuatrienio pasado.

Para sorpresa mía, sin embargo, Susana probó ser una de sas muchachas que va directo al grano: a la semana de estar trabajando allí, cuando a la hora de la salida me vio esperando en la parada de guagua, se ofreció a darme pon y yo no llegué a casa hasta el día siguiente. Así comenzó lo que los americanos llaman un ‘whirlwind romance’ y que en español se traduciría como ‘tremenda locura’, puesto que prácticamente pasábamos juntos todo el tiempo que no estábamos en la tienda.

Pero, claro está, con tal de no desobedecer las directrices del jefe, cuando estábamos trabajando los dos a la vez nos comportábamos como si solo fuéramos estrictamente dos compañeros de trabajo, y ni siquiera bajábamos la guardia con los otros compañeros cuando el jefe no estaba en la tienda: no podíamos descartar que un compañero con mala fe terminara delatándonos.

Incluso nos inventamos nuestra propia conversación en clave: si yo estaba trabajando y ella me llamaba al teléfono de la tienda -el jefe nos obligaba a tener el celular apagado todo el tiempo-, Susana solo hablaba si se daba cuenta de que era yo quien había contestado.

Y entonces, si yo no podía hablar con libertad por haber moros en la costa, le decía: “La flor está dentro del florero”.

En cambio, si era ella la que recibía mi llamada en la tienda y no me podía hablar, me decía: “La pizza está en el horno”.

Pero tengo la impresión de que, a pesar de todas nuestras precauciones, el jefe debió haberse percatado de algo.

Me di cuenta de ello un día que al llamar a la tienda y responder yo la llamada que el jefe hacía a cada rato para ver cuánto tardábamos en coger el teléfono, este me dijo: “Cuidado, Armando, que un día de estos vas a terminar metiendo la flor en el horno”.

¿Qué usted cree, don Romeo?

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Suena feo eso, Armando. Si yo fuera usted, sacaba la pizza del florero.

Romeomareo2@gmail.com

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