Amor con sabor a yogurt
Mi amigo Ross es uno de esos individuos que, luego de divorciarse, se juró a sí mismo, a las 11 mil vírgenes, a los cuatro jinetes del apocalipsis y a las siete maravillas del mundo que jamás volvería a casarse.
Fue un juramento que cada vez se le hacía más difícil cumplir, puesto que Ross resultaba ser también uno de esos individuos que se enamoraban cada quince minutos.
Eso sí, no era un enamorado indiscriminado. En parte esto respondía a su profesión: Ross era banquero, y, como tal, se esmeraba profesionalmente en proyectar la imagen de un tipo serio y estable, de esos que todavía usan yuntas doradas en sus camisas así como pañuelos olorosos a perfume caro y tan planchados que parecen tostadas de desayuno.
También era de los que saludaban inclinándose un poco como si fueran a golpearlo a uno con la cabeza y conversaban en un tono pausado y con una sonrisita irónica dibujándosele en las comisuras.
Si lo dejaban era hasta capaz de besarle la mano a una mujer cuando se la presentaban por primera vez, si no fuera porque en Puerto Rico esto no se estila mucho y en más de una ocasión la dama, aterrada, le retiró la mano, pensando que se la iban a morder.
Como podía esperarse, las novias o amigas de ocasión de este hombre tan encantador eran su equivalente: damas profesionales, finas, recatadas. Incluso, preferiblemente, vegetarianas, porque si algo odiaba Ross eran a las mujeres que comían lechón. Y en especial a aquellas que lo hacían mascando con la boca abierta y luego empujándose los trozos garganta abajo con un chupetazo de cerveza.
En fin, una tarde, al salir de su trabajo, antes de entrar a la urbanización con acceso controlado en la que vivía en una casa torturada por rejas y alarmas de todo tipo, Ross entró a la farmacia de un pequeño mall que le quedaba a la vuelta de la esquina para comprarse unas pastillas para los nervios. Y al salir vio que, junto a esta, en un local por el cual habían desfilado en el último par de años negocios de todo tipo, durando estos si acaso un par de meses en promedio, acababan de abrir una tiendita de helados de yogurt.
Y Ross, que en el fondo era un hombre sensible a pesar de ser banquero, sintió una punzada de lástima al ver el patetismo de las enormes letras de colores y rodeadas de florecitas con la que habían pintado su nombre, ‘The Sweetest Ice Cream’, sabiendo que en unos dos meses ya estas estarían parcialmente cubiertas por los carteles de ‘FOR RENT”.
Empujado por un impulso incomprensible, entró. Entonces la vio.
Detrás del mueble reluciente a nuevo y dotado de un vidrio transparente a través del cual podían verse los recipiente de distintos colores que contenían, presumiblemente, los distintos sabores, se encontraba una muchacha que al verle entrar le disparó su mejor sonrisa y lo saludó con una efusividad tal que a Ross le dejó saber que él, era, acaso, su primer cliente de la última hora. O quizá de las últimas dos.
Enseguida se percató también de que era bonita, siempre y cuando uno echara a un lado los tatuajes que le cubrían los antebrazos, los ojos casi embadurnados hasta la ceguera por la negrura del exceso de maquillaje, la especie de arete que le brillaba en el centro de la lengua y, por encima de todo el pelo corto, peinado al estilo de puercoespín con puntas color pistachio.
Decididamente no era su tipo pero, de ahí en adelante, Ross no tuvo salvación. Al saber que tenía que actuar con rapidez, puesto que el negocio podía desaparecer en cualquier momento, se pasó visitándolo toda esa semana, a la siguiente la invitó a salir con él y a las dos semanas ya le había propuesto matrimonio.
Actuaba sin saber por qué, como impulsado por un ciclón.
“¿Qué me pasa, Romeo?”, me preguntó al pedir mi consejo luego de contármelo todo en la barra que visitamos con cierta frecuencia. “¿Me estaré volviendo loco?”
Lo medité durante medio minuto, lo que por lo regular tardo en darle dos sorbos a mi ‘Black Russian’.
“Si no te conociera mejor, Ross”, le dije, “yo juraría que me estás gastando hoy una broma del Día de los Santos Inocentes”.
Romeomareo2@gmail.com