Lucecita, Gilbertito, Tony y yo…
Tony Pérez, mi amigo, hermano y sobreviviente de cáncer, y gran empresario puertorriqueño que ha puesto a viajar al país, me llamó la pasada semana y me dijo: “Gordo, vamos para el concierto de Lucecita Benítez y Gilbertito Santa Rosa a divertirnos y a reírnos un rato. Vamos a salir de las oficinas médicas y de los laboratorios. Así que dile a Annabelle que empezó la navidad”.
“Tony, esa es buena, necesitamos salir de esta atmósfera y respirar otro aire”, le comenté entusiasmado.
“Sí Gordo, vamos a hablar de otras cosas, de que alguien dio un jonrón, de que la sacó del parque”, me ripostó con una metáfora producto de su ingenio humorístico.
Y allí llegamos, a Bellas Artes a celebrar la Navidad con la Voz Nacional y con el Caballero de la Salsa. Un concierto hermoso, vibrante, intenso, festivo y romántico. Y la sala estaba llena de buenos seres humanos que fueron a disfrutar, a liberar tensiones y a fluir al son de la música. La gente estaba bien bonita, damas y caballeros elegantemente vestidos luciendo sus hermosas galas para celebrar la navidad.
Allí estábamos todos cantando, aplaudiendo, brincando, riendo, festejando y respirando un nuevo aire. En ese momento no existían las enfermedades, ni adversidades, ni preocupaciones, ni frustraciones, ni cansancio, ni fatiga. No habían colores políticos, ni la amenaza de la Junta, ni transiciones, ni quiebras, ni necesidades.
La sala fue conquistada por la alegría y la felicidad. Éramos niños viviendo el milagro del nacimiento de Jesús y celebrando nuestra propia epifanía. Renacíamos con cada nota musical y nos renovábamos con cada acorde de la orquesta. Era nuestro pesebre, el Espíritu Santo se apoderó de nuestros corazones y lo convirtió en templo divino de alabanzas.
Fue un precioso desfile de recuerdos, hasta doña Petra, la mamá de Tony, cantó una danza. ¡Solo ella sabe lo que vivió su corazón! Cada vez que los cantantes preguntaban por las personas en el público que estaban enamoradas, Annabelle y yo levantábamos ambas manos, reafirmando nuestro eterno amor.
Esta no era la sala de quimioterapias, era otra sala y otra terapia, la terapia del amor y la felicidad. Nuestra enfermedad de cáncer no era una preocupación, al contrario, nos contábamos anécdotas graciosas sobre nuestro tratamiento.
Estábamos contagiados con la paz y la ternura de lo que estábamos viviendo. Nuestro propósito era experimentar la felicidad en su máxima expresión. Dejarnos seducir y arrastrar por el momento de euforia y esplendor.
Éramos dos seres vivos que exigíamos vivir y disfrutar de los regalos del Padre. Éramos dos almas reconciliadas con la voluntad del Señor que nos ordenaba que fuéramos felices, ahí, en ese momento, en nuestro presente.
El escenario de Bellas Artes estalló en un frenesí musical con Lucecita y Gilbertito. Y nuestros corazones fueron el escenario de un estallido de amor y alborozo.
Y como dice la canción de Alberto Carrión que sirvió de cierre al espectáculo, “soy hijo de las palmeras, de los valles y los ríos y del cantar del coquí…”.
Porque somos hijos del Dios de la Vida, del Dios del Amor.
“Tony, no solo nos hablaron del jonrón, sino, que presenciamos un jonrón con las bases llenas”.
¡Feliz Navidad!