La prisa devora nuestro presente
El miércoles como de costumbre llegué a la oficina de mi oncólogo a recibir mi quimioterapia. Allí estaban algunos amigos esperando su turno para someterse al tratamiento. Y como siempre, empezaron las conversaciones sobre el estado de salud de cada uno, sobre las anécdotas de algún nuevo efecto secundario y los cuentos sobre las actividades familiares. La sala de infusiones es nuestro club íntimo y privado, y digo privado en el sentido de que es una caja de caudales donde guardamos los tesoros del corazón.
Una vez llegó mi turno la enfermera verificó los resultados de mis laboratorios y me alertó sobre el indicador de las plaquetas, pues estaban muy bajitas por el efecto de tantas quimioterapias. Lo consultó con el Dr. Héctor León, mi oncólogo, y éste determinó no darme el tratamiento y posponerlo para la próxima semana. Tanto él como Ivette, la enfermera, me explicaron las razones de esta decisión. El doctor, al ver un asomo de frustración en mi mirada, me dijo con mucha ternura y firmeza: “si hay alguien que quiere que sanes rápido soy yo, pero también yo soy quien tiene que cuidar de tu salud”. Se me quitó la frustración y la prisa. Y Nancy, rauda y veloz, trazó el plan de acción para las demás quimioterapias. Es un equipo de ensueño, es un equipo de amor al paciente.
No, no podemos ir con prisa en estos tratamientos pues los resultados pueden ser nefastos. Roberto, mi amigo y compañero de quimioterapias, me contó que por estar con prisa pasó más de 50 días hospitalizado. Lo importante es llegar al final del proceso y curarnos, recuperar la salud. No es echar hacia atrás todo lo caminado, todo lo logrado, por impaciencia y ansiedad. Es caminar firme, seguro de lo que estamos haciendo, de la mano de nuestros médicos y de Dios.
Y entiendo el por qué de la prisa, ya que queremos terminar con esta procesión interminable de quimioterapias. Queremos sanarnos cuanto antes, queremos quitarnos esta pesada carga que nos aplasta, queremos continuar con nuestros planes interrumpidos y con nuestros sueños pospuestos. No queremos que nos miren como enfermos, no queremos que nos ignoren, no queremos ser voces silenciosas y no queremos ser meros espectadores de la vida.
¡Queremos vivir y participar activamente de la vida!
Pero no podemos tener prisa porque perdemos nuestro presente. Dejamos de vivir si solo nos enfocamos en el final. ¿Y qué haremos con el presente y con el hoy? ¿No lo vamos a vivir, lo vamos a sacrificar en aras de un desesperado final que no ha llegado, que solo vislumbramos en la ansiedad de nuestros días?
No, no podemos vivir así porque no es vivir. Es hacer de nuestra existencia una angustia y un espejismo. Es vivir en la obsesión y en el afán del mañana. Y dejamos de vivir, pues la vida se da en el presente, en este momento, es ahora y aquí.
Y entonces le damos la espalda a la vida. Y vivimos desesperados por llegar a toda prisa al mañana. ¡Nuestros días ya no tienen vida, pues los ignoramos y los desvalorizamos!
Estamos enfocados en el después y en el allá. No caminamos en nuestro presente, o sea, no pisamos en nuestro hoy.
La prisa devora nuestro presente. Es una carrera desenfrenada hacia ningún sitio. Corremos desesperadamente y perdemos la noción de nuestros días.
Dejamos de vivir y de disfrutar nuestro proyecto de vida. Detenemos todo, porque pensamos que luego vamos a vivir lo que ignoramos hoy. Pensamos que la felicidad que dejamos pasar hoy nos estará esperando luego a la vuelta de la esquina. Es como si el anhelo de mañana hiciera desaparecer los caminos del hoy.
Por ignorar el presente no vas a sanar más pronto. Por tener prisa no vas a llegar más rápido. Por preocuparte dejarás de ocuparte. Y por vivir en el ayer o en el mañana, dejarás de vivir.
Dijo San Mateo, “cada día tiene su propio afán”. Llena tu corazón de fe y confianza en el Dios de la Vida. Y sé feliz hoy, en tu presente, que es un regalo del Padre.