La propaganda de terror sobre el SARS-CoV-2 (Covid-19) dificulta tomar decisiones racionales y prudentes. Bajo los efectos de la histeria y la paranoia se recurre a cerrarlo todo, como única solución a la propagación del virus. El encierro y el constituir un estado autoritario se tornó en la forma política predominante mundialmente. Es un estado paternalista y sobreprotector, al punto de impedir la vida misma o de reducirla a sus funciones mínimas.
Los niños y adolescentes no acuden a campamentos de verano, cuidos, parques ni escuelas. Viven de forma sedentaria, encerrados y limitados en experiencias. No comparten con otros niños y adolescentes. La amistad y la confraternización dejó de ser parte de la vida.
Quienes más padecen de esta condición “pandémica” son los menores cuyas familias tienen ingresos bajos. Muchos son hijos sin padre y no tienen los recursos para mantener competitividad en aspectos educativos y de otro orden. El ‘homeschooling’, la educación a distancia y las tutorías no son una opción para la mayoría.
Cuando el presidente de EEUU, Donald Trump, anunció su política de reiniciar las clases en las escuelas del País, no lo hizo para arriesgar la vida de los estudiantes. Es sabido que el Covid-19 no es una amenaza significativa para los menores de edad. Mantenerlos encerrados, sin actividad física, sin socialización y sin educación formal supera por mucho el riesgo que pudiera representar el patógeno.
No es realista la idea de esperar a que surja una vacuna, que se pruebe, se produzca, se distribuya y se administre a cada ciudadano, incluso a los que no favorecen su uso. Tampoco es viable encerrar a los menores de edad indefinidamente, como si vivieran en el apocalipsis zombie o en el preludio a un ataque nuclear.
Hay políticos que usan la pandemia para adelantar agendas ideológicas, partidistas y corporativistas. Sacrifican el bienestar general, pero lo hacen aparentando que hacen lo contrario. Mediante la demagogia y la retórica del horror, mantienen a gran parte de la población en suspenso, desinformada y sumisa.
Reportan datos falsos e interpretan las estadísticas a su conveniencia. Por ejemplo, no dicen que la tasa de letalidad se estancó, que los menores de edad no son una población de alto riesgo y que más de dos terceras partes de los infectados se recuperan e, incluso, no presentan síntomas graves. Dan a entender que la realidad es el escenario más fatal e improbable.
La narrativa sobre el fin del mundo es útil políticamente. Conviene al manipulador jugar con las cifras, con las emociones y con la percepción.
Es notable que cuando les conviene, omiten al Covid-19, como en las “protestas” de Black Lives Matter (BLM). Sin embargo, si desean atacar al presidente Trump, pintan un escenario tétrico, toda vez que este convoca a una actividad pública de campaña, de conmemoración o de otro tipo. El virus solo es letal cuando conviene. Es decir, la realidad o percepción de la realidad se ajusta y construye de acuerdo a intereses políticos. El riesgo con este juego retórico es que se lleva enredados a los estudiantes, a los trabajadores, a los pequeños y medianos comerciantes, entre otros sectores.
Hasta que no se realice la elección general en noviembre, el Covid-19 será un arma de campaña. No importa si en el proceso llevan la economía al colapso, la infraestructura al deterioro, la salud mental al límite, el fisco al endeudamiento severo y la Nación a las ruinas y a su (auto)destrucción.