Brittany
Eleta en mi mundillo de “preocupaciones”, trataba de disfrutar un café –de esos quema lengua gringos- cuando los gritos de más de una decena de personas interrumpieron mis divagaciones.
Dos mujeres se agarraron las greñas con tal desesperación que pensé que se les caerían las extensiones. El que estaba a mi lado se levantó como por resortes, y rompió a recitar versículos de la Biblia que ahora no recuerdo.
“¡No te quites! ¡Lucha! ¡Nosotros trabajamos todos los días para ayudar a muchos como tú!”
Lo que provocó el revuelo fue el anuncio público de Brittany Maynard de atajar su vía crucis de intensos e insostenibles dolores causados por un cáncer cerebral que le auguraba 6 meses con cierto nivel de calidad de vida. Al séptimo mes, la arrasarían violentas convulsiones y un sinfín de síntomas tan fuertes, que no hubiera querido haber nacido. Su decisión de optar por el proceso de muerte asistida, muerte con dignidad, eutanasia, o suicidio -como lo definen algunos- también le pondría punto final al sufrimiento de su esposo, de su madre y de todos sus más cercanos. Estoicos o solidarios, ellos apoyaron a Brittany todo el tiempo.
En una esquina, una pareja joven se apretó las manos y se abrazó con delicadeza para que los tubos de líquidos de distintos colores no se enredaran entre ellos y el perchero de metal del que colgaban. Los miré con el rabo del ojo. Ella, roja como un tomate, lloraba en silencio mientras miraba la televisión colgada en la pared del Café Anderson, y él –conectado a las distintas bolsitas portaquimoterapia- miraba al suelo como congelado en el tiempo. Apuesto que hubiera soltado un aguacero de lágrimas, pero estoy segura que ya no le quedaban.
Esa tarde de gritos, el bocón que se levantó como por resorte a mi lado, se me acercó, y en menos de 2 minutos me dijo que trabajaba hacía más de 12 años en el área de intensivo de neurocirugía del MD Anderson Cancer Center, y quería saber mi opinión.
Mis cicatrices al descubierto evidenciaban –para el que sabe- más de tres craneotomías. El tono de la piel desnuda, y el patrón irregular de la calva, eran claro testimonio que estaba en pleno proceso de una radioterapia a to’ fuete.
Su cuestionamiento provocó un súbito silencio. Ya nadie escuchaba los comentarios de moralistas, médicos ni defensores del derecho a una muerte digna que entrevistaba la reportera.
Le pregunté el nombre y le contesté con una pregunta: “Raymond, póngase en el lugar de Brittany. Usted, que conoce el dolor de cerca, ¿qué hubiera hecho usted? Creo firmemente que se le debe respetar el derecho a una buena muerte, en vez del camino de torturas infrahumanas, que ni a nuestras mascotas sometemos.”
Me miró la pulsera plástica que identifica a los pacientes, y me zampó varios golpetazos seguidos: “Carmen, póngase en mi lugar. Todos los días dedico 8 horas a trabajar con pacientes que luchan ante los embates de condiciones peores que las de Brittany. En las noches predico sobre la fe, la vida y la esperanza en las cárceles. Además, ¿qué hace usted aquí haciendo chistes con su esposo? Se ha sometido a muchos tratamientos riesgosos y dolorosos. Yo conozco esas huellas. Estoy seguro que lleva muchos años luchando por vivir.”
Acorralada, y en el piso, me dio la estocada final: “Veo una frase interesante en su pastillero. ‘Believe you can’ ¿Y todavía se atreve a defender a Brittany?”
Firme en mi opinión, le dije que amo la Vida; que vivo de la Fe y la Esperanza; que me gusta beber despacito la taza de café que me hace mi esposo en las mañanas tropicales de Puerto Rico. Que ese café es mejor que el “double shot”, que tenía al frente porque me lo siven con títulos poeticos; pero que también creía en respetar la decisión de Brittany de atragantarse a toda prisa lo que le quedaba de vida.
Silencio absoluto.
Raymond me bendijo y se despidió de mí. El salón se fue vaciando lentamente.
Días después de nuestro regreso a Puerto Rico, Brittany cumplió su deseo de una muerte digna. Confieso que me partió el alma todo el proceso. Pero la entiendo como pocos, y creo que nadie que no haya estado en sus zapatos tiene el derecho a condenarla.
*Nota Innecesaria: Ya no tengo que explicar las razones de mi pausa de varios meses en este espacio. Tampoco voy a permitir que Ángel Antonio Pérez-Serás, mi amigo del alma y colega entumorado, me siga amenazando con retomar este blog. ¡Volví, Toño! ¡Ya estoy disfrutando del café que hace mi esposo! ¡Estoy en Puerto Rico, gracias a Dios! ¡A Él sea la Gloria!