La palabra
El principio fue la palabra. En un mundo de animales, una especie de ellos evolucionó y logró comunicarse con sus semejantes. Y al hacerlo, se evitaron luchas y muchas muertes. Y se hizo la paz. Habiendo tanta gente en la inmensidad del planeta Tierra, surgieron cantidad de lenguas, idiomas y dialectos. Y ante el vínculo fundamental del idioma, nacieron las civilizaciones, mientras la geografía las dividía en nacionalidades que, al organizarse políticamente, se convirtieron en naciones. Eso es lo que hay y hubo para empezar a forjarse el mundo en que vivimos.
Ese mundo lo vemos y entendemos los puertorriqueños desde nuestra perspectiva de isla en el Mar Caribe, y lo vemos muy distinto a como lo ven los rusos, los alemanes, los ingleses y siga usted por ahí. Un detalle nos singulariza a todos los humanos: la palabra.
Hablándoles a sus discípulos y a las multitudes de Judea, o sea, a pura palabra, Jesucristo forjó una religión y fundó una iglesia en la que creen millones de personas. Sin ejércitos, un hombre llamado Jesús convirtió al Imperio Romano en un puntal del cristianismo y a una Iglesia Católica que establecía su sede en Roma.
La palabra nos une cuando hablamos un mismo idioma y nos entendemos pero no es menos cierto que divide y aleja al manifestarse en letras y símbolos que desconocemos, al extremo que ni siquiera podemos desearnos un buen día o preguntarnos cómo estamos.
Es cuando la palabra se escribe que se convierte en fuente inagotable de información y sabiduría. Con la invención de la imprenta, proliferan los libros, eternos depósitos de ideas y saberes. A los monjes les debemos los textos bíblicos. Esas y otras historias.
Demos un salto para aterrizar en el campo de la libre expresión, derecho fundamental en los sistemas democráticos de gobierno. Un monstruo político como Adolfo Hitler se valió de la palabra para convencer a un pueblo relativamente culto como el alemán de que merecía ser electo canciller de la Alemania nazi. Aunque utilizó la fuerza de grupos combatientes para afirmar su autoridad, no es menos cierto que en su libro “Mein Kampf”, anticipó por escrito sus ideas y sus planes. Su palabra la convirtió en las tragedias de una guerra mundial y el holocausto.
Ahora mismo en los Estados Unidos, la palabra de Donald Trump lo ha llevado a conseguir el respaldo de millones de electores “americanos” pretendiendo -nada menos- que la presidencia de los Estados Unidos de América. Y el liderato político inteligente de esa nación se horroriza ante la posibilidad de que una caricatura de líder como Trump pudiera manejar juiciosamente el poder inconmensurable del país más poderoso del mundo. ¿No puede ser? Porque hay palabra y hay palabrería, y Trump es un maestro de lo ininteligible. Del disparate. De la mentira.
En Puerto Rico tuvimos en Luis Muñoz Marín un maestro de la palabra. Bastante más inteligente que Trump y sin los prejuicios y propósitos criminales de Hitler, hizo de su patria todo lo que pensara debiéramos ser y hemos sido. Pero no vayan a creer que no fue criticado, siendo Vicente Géigel Polanco su principal detractor quien, tan temprano como en 1953, denunció como farsa a su Estado Libre Asociado. A pesar de la veracidad de su crítica, el Pueblo creyó en la palabra de Muñoz Marín cuyo mandato fue ley por más de 30 años.
Quienes en el Partido Popular Democrático apoyaron la tesis muñocista, aceptaron la mentira en su discurso. Era obvio que Puerto Rico, con todo y una Constitución, seguía siendo una pertenencia de los Estados Unidos según lo disponía la cláusula territorial del “United States Constitution”. ¿Se equivocó Muñoz Marín o mintió con el propósito de validar con los votos su hegemonía como líder? ¿O lo hizo creyendo que era lo mejor para Puerto Rico?
Hoy necesitamos un apalabrado con la libertad de nuestra patria. Un liderato que rechace el coloniaje y la humillación que hemos soportado por un imperio que ahora más que nunca nos desprecia. Urge que nuestro gobierno se las juegue con el impago y rechace el que se nos imponga una Junta de Control Fiscal que nos liquide como nación. En fin, que la palabra acuse a Estados Unidos de cometer el crimen del coloniaje y exigir ante los foros internacionales que la deuda la pague el Imperio.
No podemos permitir que el gobierno de los Estados Unidos se desentienda de su responsabilidad por el caos fiscal que agobia a un pueblo al cual los ‘americanos’ le conculcaron sus derechos desde que lo invadieron para controlar su economía, vida y hacienda como su colonia en el Mar Caribe. Y ahora pretenden legislar para instalar una Junta de Control (supervisión) Fiscal de siete personas que ellos escogen para dirigir el destino de nuestro Puerto Rico. Un país con dos cámaras legislativas y un gobernador, todos electos por votación libre de los puertorriqueños, tiene que apalabrar el impago de la deuda y denunciar el crimen del colonialismo cometido por los Estados Unidos.
Vivamos la libertad.