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No es tan fiera la recta como la pintan




Uno de los argumentos más utilizados por los analistas beisboleros que piensan que el béisbol actual es mejor que el de antes, y que tal vez estrellas como Babe Ruth o Ty Cobb no hubiesen podido competir hoy en día, está ligado íntimamente a la velocidad de los lanzadores.
Claro, en los últimos años, al avanzar la tecnología para detectar la velocidad de los lanzamientos, se ha comprobado la proliferación de lanzadores que rutinariamente pasan de las 95 millas por hora, o incluso de las 100, como Aroldis Chapman y compañía.
Se habla incluso de ‘bullpens’ completos en los que todo el mundo ronda las 98 millas por hora.
Y eso se une a la especialización moderna, que está llegando hasta el extremo de que se considera que un abridor ha hecho un buen trabajo si tira seis entradas, y luego le siguen tres o cuatro relevistas, casi todos ellos quemándole la trocha a sus receptores con sus rectas de fuego.

Aroldis Chapman.


Es sin duda un béisbol distinto: en 2019, la última temporada ‘completa’ de Grandes Ligas, apenas se tiraron 45 juegos completos en ambas ligas.
Por comparación, en 1965, Sandy Koufax (27) y Don Drysdale (20) se combinaron para lanzar 47 juegos completos con los Dodgers.
Y aunque antes había lanzadores que tiraban ‘duro’, la norma no era eso: a Koufax, por ejemplo, considerado uno de los principales lanzallamas de los años sesenta, nunca se le midió una recta de más de 93.8 millas por hora, de acuerdo a la forma rudimentaria en que se medía la velocidad entonces, y, de todos modos, no podía esperarse que los lanzadores de buena recta pudieran mantener una alta velocidad cuando ya iban por 140 o 150 lanzamientos en la octava entrada.
Pero últimamente han surgido estudios que tienden a demostrar que la diferencia no es tan clara.

Sandy Koufax.


El caso de Koufax, cuya marca de 382 ponches en 1965 se mantiene como la segunda mayor de la historia luego de que Nolan Ryan abanicara a 383 en 1973, es ilustrativo: aunque la pistola de medir la velocidad se inventó en 1954, el aparato ha sufrido varias evoluciones que han permitido perfeccionar su precisión a través de los años.
Antes de eso, incluso, se utilizaron otros métodos, algunos bastante artesanales, que fluctuaron entre utilizar los aparatos con los que se medía la velocidad de las balas, hasta, en uno de los casos más famosos, poner a Bob Feller a tirar su recta al mismo tiempo que una motora avanzando a 86 millas por hora pasaba junto a él, y entonces se determinó que su lanzamiento alcanzó las 104 millas por hora.
Claro, esos cálculos eran altamente dudosos, y probablemente falsos.
El problema está en que, en años recientes, tanto la tecnología de las pistolas medidoras, como la forma en que estas se utilizan, han cambiado bastante… y con uno efectos contundentes.
Hace unos años, los escuchas del béisbol hablaban de pistolas ‘lentas’ y pistolas ‘rápidas’ y de cómo estas obtenían resultados bastante diferentes al medir la velocidad.

Bob Feller.


Pero no se trataba de que algunas pistolas estuviesen defectuosas: sino de dónde se empezaba a medir el lanzamiento.
En un artículo sobre este tema, publicado por Baseball America en agosto de 2020, se explica que cuando se empezaron a usar concienzudamente las pistolas de velocidad en los años setenta y ochenta, la velocidad se medía cuando la pelota estaba llegando al plato.
Para 2010, cuando a Chapman se le midió un lanzamiento a 105.1 millas por hora, se medía a 50 pies del plato; es decir, poco después de que el lanzador soltara la bola desde la lomita ubicada a 60 pies con seis pulgadas de distancia.
En la época actual, la tecnología permite que se mida la velocidad desde que la bola emerge de la mano del lanzador, que es donde va a su mayor velocidad.

 


Al estimarse que un lanzamiento pierde entre un 9% y un 10% de su velocidad desde que sale de la mano hasta que cruza el plato, puede entenderse entonces cómo, por ejemplo, el mismo lanzamiento que Chapman tiró a 105.1 millas por hora en 2010 ahora se acercaría a las 106.
Más aún, agrega el artículo, los lanzamientos que a principios de los años ochenta se medían en entre 85 y 90 millas por hora, hoy en día irían mucho más rápido: uno de 85 millas por hora a principios de los ochenta, por ejemplo, iría a 93 en la época actual.
Por suerte la velocidad de los lanzamientos no es una estadística oficial, porque su importancia relativa es muy cuestionable: imaginemos que en un deporte como la natación o el atletismo la forma de medir la velocidad hubiese cambiado de una forma tan drástica: los récords se hubiesen roto abrumadoramente todos los años.

 


Pero la velocidad de los lanzamientos sí es una importante pieza promocional para el béisbol: en las pizarras electrónicas de todos los parques se proyecta para disfrute de la fanaticada la velocidad de cada lanzamiento, y los fanáticos aplauden y quedan impresionados de la misma forma, en cierta manera, en que en los años noventa todo el mundo pensó que Bonds, McGwire y Sosa de pronto habían roto casi al mismo tiempo las marcas jonroneriles de todos los tiempos, dejando atrás las marcas de leyendas como Maris, Aaron y Ruth.
La realidad, claro, es que no era así, y que lo que había cambiado no era tanto la fuerza natural de los bateadores, sino la presencia de elementos externos: en su caso, los esteroides anabólicos.
El cambio externos en la forma en que se mide la velocidad de los lanzamientos también ha distorsionado mucho la cosa.

 


Así, cabría repensar todo un poco: si Greg Maddux o Tom Glavine tiraban rectas de 89 o 90 millas por hora en su época, hoy en día estarían tirando por lo menos a 95, que es básicamente el promedio.
De hecho, Maddux es uno que ha expresado su disgusto con el que se proyecte en la pizarra la velocidad de los lanzamientos, diciendo que le molesta grandemente cuando ve que un lanzador se voltea para ver la pizarra para ver la velocidad de su último lanzamiento.
El cree, posiblemente con mucha razón, que un lanzador que está obsesionado con la velocidad -igual que el béisbol en general- se cree que la velocidad es lo esencial y minimiza todo lo demás.
Y si a Koufax de le medía a 93.8 a mediados de los sesenta, ¿a cuánto estaría tirando hoy en día?

 


Solo hay que recordar lo expresado por Harmon Killebrew, el gran jonronero de los Mellizos de Minnesota, luego del último juego de la Serie Mundial de 1965, cuando en la novena entrada le conectó un sencillo a Koufax en una eventual derrota 2-0, cuando Koufax permitió tres hits y ponchó a 10 trabajando con dos días de descanso, luego de haber ganado 7-0 con otros 10 ponches en otro juego completo en el quinto juego.
“Conecté la bola… pero la verdad es que no la vi”.


El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y es el autor de San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad y de la novela El último kamikaze, ganadora del certamen del Instituto de Cultura Puertorriqueña en 2016.
(ceuyoyi@hotmail.com).
En twitter, Ceuyoyi, En Facebook, Jorge L. Prez

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