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Divinidad caprichosa

Los huracanes nos transforman… solo que de manera efímera.

Ocurrió con “Federico” y luego con “Hugo”. Y también con “Georges” y con “Hortensia”. Y ahora con “Irma”. De los que recuerdo, aunque claro que ha habido más. Sucedió exactamente lo mismo, eso de que en la desgracia -como en la noche de la historia del apagón de José Luis González- todos “volvimos a ser gente”.

Pero por un rato… solo por un rato.

Y es que eso de ser empático, cortés, colaborador y solidario en situaciones así no dura mucho, apenas hasta el día siguiente, quizá uno más. La experiencia lo constata… El temor y la necesidad hermanan, pero solo mientras duran, solo durante ese lapso en el que la magnitud de la realidad nos abruma con la justa medida de lo que son nuestros afanes, nuestros egoismos, nuestra soberbia, nuestra arrogancia.

Llegó “Irma” el miércoles y, como en todos sus predecesores, súbitamente afloró la cordialidad y la tolerancia con el vecino que hasta el martes era insoportable, incluso con un hola, incluso con un a las órdenes en lo que pueda ayudar, incluso con un bendiciones para usted y todos los suyos, gestos fugaces que comenzaron a disiparse tan pronto se asentó la calma y descubrimos con alivio y estupor que estábamos prácticamente indemnes.

Y es que así somos… solidarios, cordiales y empáticos, aunque sea de manera efímera, aunque eso solo nos dure un par de días, o cuando mucho hasta que regrese la corriente eléctrica, el agua y el internet.

De nuevo el huracán cambió inesperadamente de rumbo un poco más al norte porque, por alguna extraña razón, somos los consentidos de una divinidad caprichosa, que lo mismo nos protege de esa portentosa naturaleza que se olvida reiteradamente de hacer lo mismo con todas esas islas vecinas que son devastadas sin misericordia, una y otra vez, por esos mismos fenómenos atmosféricos que apenas tocan a Puerto Rico.

Esa divinidad no parece ser muy seria y justa en su manera de tratar a todos los hijos que tiene en el Caribe y no veo cuál puede ser el pecado capital de los vecinos de San Martín o Barbados, por ejemplo, para no tener su gracia salvo que profesar otro credo o ninguno los haga peores seres humanos ante los ojos de ese presunto ser divino que -hay que admitirlo- siempre nos sorprende, a unos con su benevolencia y a otros con su indiferencia.

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