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Escribir hoy es mi forma de estar en pie

No siempre fluyen las palabras a la hora de escribir. En mi caso fluyen más rápido los pensamientos, las emociones que las palabras que puedan nombrar lo que veo y siento. Hay días como hoy en que al levantarme y leer el periódico me encuentro con la noticia del día que comienza con la palabra “Funesta” que, según el diccionario, se refiere a desgracia, lúgubre, tristeza. 

Así comenzamos el día, enmarcados en esta ola de terrorismo gubernamental, social, emocional y espiritual que nos tiene secuestrada el alma, las palabras y las acciones. Hoy el día será para escuchar analistas, politólogos y otros “logos” analizando y repartiendo culpas una vez más sobre el caos.

Mientras los pobres -que así llamo a todos los que cada vez tenemos menos voz y menos derechos- seguimos pagando las consecuencias de la inequidad, del desmembramiento de eso que se llama bien común, donde se piensa y se actúa para todos, asunto que precisamente  deberíamos procurar todos, desde las grandes esferas económicas, políticas, religiosas, hasta yo, Juana del pueblo, en mi diario quehacer.

Pero no me salen las palabras, no me sale qué decir y seria meritorio callar. Son días en los que la impotencia y la frustración amenazan derrotar mi espíritu. Me veo tentada a cambiar la mirada hacia otro rumbo -Disney quizás- y seguir enajenándome mientras la “funesta” situación social y moral nos sigue arropando. Sería mejor no opinar y dejar que esos que hablan bonito sigan dando vueltas al mismo palo con el mismo disco rayado de fueron los azules, los rojos o los anaranjados.

 Pero callar sería hacerme cómplice. Callar sería dejar que estos sentimientos que no solo me invaden a mí, sino a muchos otros boricuas nos roben una esperanza que hoy más que nunca debemos alimentar. 

Escribir hoy es mi acto de estar en pie, de seguir levantando mi voz y mis manos para la tarea de levantar mi pueblo. Si no lo hago seria quedar en la inercia que es más funesta que todo el circo que a diario nos roba la paz. 

En estos días escuché a un doctor pedir perdón a un enfermo que fue a visitarlo por un golpe que sufrió en medio de un asalto. Le pidió perdón por la agresión recibida ante la mirada atónita del paciente. El doctor así con mucha humildad le dejó saber que él como puertorriqueño se sentía responsable de lo que en su país pasaba. 

Y pienso en el perdón que este pueblo necesita escuchar de todos aquellos que han lacerado -conscientes o no de que lo han hecho- la dignidad, los derechos humanos, la calidad de vida de nuestra gente. Escuchar de aquellos que han puesto en juego el presente y futuro de nuestros niños, ancianos, trabajadores y han llevado a un estado funesto a todo un pueblo. Porque -querámoslo o no- esta crisis se lleva por delante a ricos y pobres, porque todos vamos perdiendo el sentido, la esencia, el significado de estar vivos. 

Ciertamente ese perdón tendría que venir acompañado de medidas correctivas, del deseo de enmendar el daño. 

Y cierro mi silencio hecho expresión, mencionando al presidente de Uruguay de quien no sé mucho, un hombre casi anciano que de quien vi una foto hace unos días sentado en un centro de salud de su país mientras esperaba ser atendido como cualquier paciente. Quien con sus acciones manifiesta el sentido de solidaridad con su pueblo y regala la certeza de que es posible enmendar lo funesto y abrir nuevas rutas.

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