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Re-cuentos

Caminando por una avenida concurrida en el barrio de Harlem, una señora frente a mí, se volteó, se agachó, me miró, se subió el vestido y me mostró sus nalgas. No tenía ropa interior. Quedé estupefacta durante varios segundos mientras la señora realizaba ciertos movimientos pélvicos que acentuaban la inverosimilitud de la escena.

Miré a mi alrededor y vi otras personas que se paseaban por la misma acera sin inmutarse o darse cuenta de lo que allí sucedía. A mi izquierda había vendedores con mesas llenas de mercancía pirata y a mi derecha, un grupo menudo de personas congregadas en un culto religioso de la Soul Salvation Station. Apenas eran las doce del medio día. Apreté el paso y me esfumé.

Luego de haber estado ausente por más dos meses, la ciudad de Nueva York me recibió con sus notas surreales. De camino a mi casa, reflexioné sobre el evento mientras intentaba contárselo a mi madre, con la que venía hablando por teléfono. Son de esas cosas que cuentas y nadie te las cree. La realidad compite con la hipérbole.

Al cabo de varios días, visité a unos de los primeros amigos que hice hace seis años cuando recién me instalé en la ciudad. Es un matrimonio de jóvenes dominicanos. A ella la conocí en el programa doctoral que curso y a él, naturalmente, a través de ella. En un departamento de Estudios Culturales, henchido de estudiantes de todas partes de Latinoamérica, trazamos una alianza caribeña desde el primer saludo. Nos entendimos perfectamente pues compartíamos una innegable afinidad cultural que cuesta mucho más trabajo en otros contextos. Disfrutamos del arroz con habichuelas y el plátano en todas sus versiones, hablamos con un ritmo acelerado, extrañamos la playa y el clima tropical. A fin de cuentas, venimos de islas vecinas.

Inmediatamente me adoptaron y me abrieron las puertas de su casa. Afrontamos juntos los momentos de crisis, tensión y estrés que provoca la escuela graduada. Ella compartía conmigo todos sus materiales sin esperar nada a cambio. Él, mientras tanto, me ponía todo en perspectiva cuando yo sólo quería salir corriendo de allí y regresar a Puerto Rico. En los períodos de exámenes finales me instalaba en su hogar para trabajar en conjunto. En los inviernos cocinaban comida criolla. Incluso hacían recetas nunca antes vistas con jamonilla Spam, a la que llamaban “poteham”. En los recesos de primavera me invitaron a la República Dominicana varias veces donde me albergaron con el mismo calor que se recibe al hermano de la familia escogida. Y así se constituyó una solidaridad inquebrantable, resistente a prueba de balas, disgustos o malos entendidos.

En una ciudad tan caótica como ésta, ese tipo de relación se convierte en el oasis principal y refugio para afrontar las adversidades producidas por el hacinamiento y hostilidad del espacio urbano. Es saberse acompañado. Es sentirse en casa.

Hace varios meses que ya no somos vecinos. Ella defendió sus tesis y se graduó. Él consiguió el trabajo soñado que merecía. Se mudaron a Brooklyn y ahora tienen un perro.

A mi regreso, inmediatamente los contacto para ir a visitarlos. Al vernos, se desatan todas las similitudes y afinidades cultivadas. Me paseo por su nueva casa e imagino cuáles serán los rincones en los que articularemos nuevas memorias. Como caribeños al fin, la conversación inicial se ve interrumpida por el hambre y la expectativa de comernos un buen arroz blanco. Vamos a un restaurante de su nuevo barrio del cual salimos casi rodando por la gula que siempre hemos compartido. Me cuentan nuevas anécdotas y planes de futuro. Yo no hago más que enamorarme de su recién estrenado edificio y fantasear con que volvamos a ser vecinos. La conversación, acompañada por varios intervalos de risa, dura más de ocho horas. Presenciamos la puesta de sol desde su terraza. El año 2011 nos parece que pasó hace una eternidad. Sin embargo, la amistad conserva la misma frescura de siempre.

Me cuentan que en su barrio se han topado casualmente con artistas de cine y series de televisión. Yo me río y pienso para mis adentros en el episodio de la señora de Harlem. Hablamos también sobre la cantidad de inmigrantes boricuas y dominicanos en el país, sobre la integración de nuevas generaciones como la nuestra en el panorama. Les cuento que he estado en Puerto Rico y que me di cuenta que utilizo palabras coloquiales que han caído en desuso. Que ahora se emplean expresiones que desconozco como “a dos manos” o “trolear”. Y que hay un género musical que se llama trap, que nada tiene que ver con el reguetón o con algún referente familiar. Ellos me dicen que han experimentado lo mismo en su tierra.

En eso, ella me mira y me comenta: “¿cuándo fue que nos convertimos en diáspora?”

Es la primera vez que utilizamos ese término para referirnos a nosotros y nuestra dinámica. Y de pronto, nos sorprendió esa otra realidad.

 

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