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Guava-Piña

Quince años después de habernos conocido, en la escuela intermedia, nos volvimos a juntar. Como si se tratase de un proyecto grupal para la clase de Historia, los tres llegaron a mi casa con bultos para quedarse unos días. A pesar de los años, los diversos caminos profesionales y personales que cada cual ha decidido recorrer, la conversación fluye y la convivencia es grata.

El repertorio de anécdotas que compartimos brota naturalmente. Porque durante siete años asistimos a la misma escuela pública; aborrecimos y quisimos a los mismos maestros; esperamos la guagua bajo el calor de temperaturas abrasantes; nos bebimos la misma leche con Quik de bolsita en el comedor escolar; nos soportamos durante la preadolescencia y la adolescencia; nos fugamos de la escuela para ir a la playa… Nos consolamos unos a otros cuando sufrimos rompimientos de relaciones amorosas; nos cuidamos las espaldas en momentos de frustración; nos dimos tutorías de física y matemáticas.

Nunca coincidimos en el mismo salón, pues habían cinco grupos de cada grado, pero siempre recibimos juntos el sol del mediodía, sentados en las gradas de la cancha al aire libre, compartiendo la misma botella de Powerade y el mismo postre, un Honey bun, entre los cuatro. No habían selfies así que nos tomábamos fotos que luego había que esperar su revelado. Algunas de ellas que quizás nunca se revelaron pero que sabemos que estuvieron allí. Vestidos con la misma polo shirt color crema o color vino, manchada por la sal del sudor producto de las altas temperaturas de aquellos salones de la escuela especializada en artes, a la que asistimos, en Santurce.

En fin, nos hicimos amigos porque éramos los raros. Y seguimos siendo amigos porque continuamos siendo raros. Uno de ellos era el llorón, la otra era la flaca alta que estaba en todas, el otro era más introvertido y el buenachón, y yo… pues no puedo precisar mi rol en esta orquesta. Los cuatro llevábamos la melodía de una canción que sólo nosotros conocíamos y que se originó en el contexto de las escuelas públicas, que ahora quieren cerrar y parecen ser prescindibles para el país. Porque cualquiera que haya pisado una escuela pública sabe que no hay de dónde recortar presupuesto. Sabe que allí se hacen de tripas, corazones.

No nos vemos con frecuencia. Sin embargo, los reencuentros son momentos de reconocimiento personal. Recordar quiénes somos y asumir las nuevas manías de que cada cual. Comenzar a envejecer juntos.

El pasado nos apasiona tanto como el presente. La otra noche nos atacó una pavera. Ella y yo intentábamos conciliar el sueño y de pronto evocamos una infancia que precede nuestra amistad. Ella me preguntó que si yo había sido víctima del jugo con sabor a “guava-piña”. Nos reímos como si no hubiera un mañana. “Tú lo bebías marca Coloso, La famosa, o Tres monjitas?”—me preguntó. “De las tres”—le contesté. “¿Te acuerdas de la carraspera que te daba después de beberte el jugo?”—me dijo. “Es cierto, siempre daba carraspera”—pensé. “La carraspera te daba porque parece que trituraban la guayaba entera, con todo y pepas, y eso, era lo que te daba carraspera”—me reveló.

Y sí. Somos hijos del “guava-piña”. Una mezcla cuya lógica no entendemos pero que nos une. Es un sabor que no podemos precisar, pero que fue parte de nuestro crecimiento. Un sabor como la vida misma, mezcla dulce y agria, que hemos sabido asumir como adultos.

“No hay manera de enojarse entre nosotros”—dijo uno de ellos. “Es inconcebible”—opinó ella. “No puedo contemplar la existencia sin ninguno de ustedes”—afirmó el otro.

Somos papeloneros. Sobrevivimos. Y cuando estamos juntos sacamos a bailar a la vida.

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