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Ida y vuelta

Es curiosa la capacidad que uno tiene para acostumbrarse y desacostumbrarse a cosas y lugares. Cuando llego a un nuevo destino, me toma varios días caer en tiempo y sintonía. El salto siempre es grande. Al principio todo me parece extraño. Desde la marca de la leche hasta la politesse  o cordialidad con que tanto franceses como ingleses se desenvuelven socialmente. Del dólar al euro y a la libra; del ron al cider o al vino Bordeaux; del subway al métro o al tube; del flan al crème brûlée; del pastelón de papa al kidney pie… En fin, del espacio propio al ajeno.

Así, la ciudad de Nueva York se fue desvaneciendo en el recuerdo durante los tres meses que rodé por casas y cuartos alquilados en París y Londres, sin más pertenencias que una maleta llena de ropa para el invierno y tabletas Tums. Me fui desplazando por calles y callejones cuyos cafés, panaderías y bares se tornaron familiares. Y así, de forma inesperada, me desacostumbré de mi rutina pasada y me acostumbré a otra cotidianidad.

En el camino, tuve que renunciar a la idea convencional de estabilidad y asumir la incertidumbre que provee moverse en lugares extranjeros. Claro que, de vez en cuando, me comunicaba con mi familia y amigos vía Skype o FaceTime. 

He descubierto que al viajar uno se torna más consciente de las despedidas. Se comienza a apreciar las últimas veces. El último café, la última cena, el último postre y la última mirada al último atardecer. Una sensación de nostalgia me sobrecoge al pensar que también será la última vez que seré en este lugar. Es decir, aunque regrese en el futuro, no será lo mismo.

Poco a poco me despido de la gente que brevemente conocí, de los espacios y los paisajes. También me despido de las inquietudes, ansiedades y risas que sentí.

Me espera un viaje transatlántico que por suerte ya no dura cuatro meses en barco como en antaño, sino ocho horas por avión. Aquí me encuentro en la cabina, rodeada de caras desconocidas e individuos que permanecerán anónimos en mi recuerdo. Me tocó uno de los asientos del medio. Me incomodan los brazos de los dos señores que acaparan los descansa brazos que tengo a mi derecha e izquierda. Por suerte ya mismo vendrá la azafata con el carrito de la comida, una de las cosas que más disfruto en estas circunstancias.

Entonces comienzo a imaginar cómo habrán sido las despedidas de las personas que conmigo viajan en este avión. Qué será aquello que se les habrá hecho más difícil dejar atrás, cuál será el recuerdo más tangible en sus cabezas y a qué tendrán que desacostumbrarse y acostumbrarse.

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