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El peor año de nuestros tiempos

El año que termina ha sido, sin lugar a dudas, uno de los peores, o tal vez el peor, de nuestra vida colectiva.

El huracán María, que depositó su furia sobre toda la isla el 20 de septiembre, removió la venda que teníamos sobre nuestros ojos y pudimos ver finalmente lo que es un país quebrado, con una infraestructura en cantos y una sucesión de gobiernos que se dedicaron a tomar prestado lo que no podríamos pagar después.

Mas de cien días ha pasado gran parte del País sin luz, otra buena parte sin agua, y las telecomunicaciones, que están en manos privadas, todavía no se restablecen del todo porque dependen en gran medida del servicio de electricidad.

La economía, que ya tambaleaba antes de María, se desplomó y miles de negocios, principalmente los pequeños y medianos, han tenido que cerrar por la falta de luz.

El empleo, que también sufría los estragos de la crisis fiscal antes del huracán, decreció dramáticamente y decenas de miles de ciudadanos –se dice que hasta 200,000—han emigrado, principalmente a Florida, en busca de menores condiciones de vida. Muchos, la mayoría, se han topado con la realidad decepcionante del desempleo, los altos alquileres y tener que competir por trabajos de poca remuneración.

La escuela pública, que perdía anualmente miles de estudiantes y ya tenía menos de 300,000 matriculados en agosto pasado, mermó en 22,000 alumnos para el semestre próximo, según cifras oficiales.

Las perspectivas de ayuda federal tampoco son halagadoras. El Congreso, renuente a darle la mano a Puerto Rico para enfrentar la crisis fiscal provocada por una deuda pública impagable de $73,000 millones, también le ha dado largas a las medidas de asignación de fondos para la recuperación tras el huracán.

Hasta un préstamo de $4,700 millones de la Agencia Federal de Manejo de Emergencias (FEMA) que el Congreso y el presidente Donald Trump autorizaron para darle liquidez al gobierno puertorriqueño seguía pendiente de desembolsarse dos meses después de su aprobación, mientras se negocian las condiciones de repago.

La desconfianza ya existente antes de María, provocada en gran medida por la corrupción de las últimas décadas, aumentó a raiz del huracán a causa del contrato de $300 millones que el hoy exdirector ejecutivo de la Autoridad de Energía Eléctrica, Ricardo Ramos, le otorgó a una pequeña compañía de Montana para trabajar en la energización de la Isla. El contrato, tan oscuro como la empresa, Whitefish Energy, fue revocado por el gobierno gracias a la presión ciudadana y la transacción está bajo la lupa congresional.

A punto de terminar el año, conocemos que la AEE está a punto de quedarse sin dinero para operar y que ha tenido que dejar de pagarles a los suplidores, lo que complica a su vez estos negocios. El gobernador Ricardo Rosselló Nevares ha ordenado a las agencias que paguen sus deudas a la AEE, pero probablemente sus presupuestos limitados no lo permitan.

Con este panorama enfrenta Puerto Rico la llegada del 2018, un año que indudablemente estará lleno de retos y de incertidumbre. Un año en el que comprobaremos si nuestros gobernantes han aprendido las lecciones de María.

A juzgar por lo que hemos visto hasta ahora en la Legislatura, nuestros funcionarios electos siguen viviendo en su burbuja, esa en la que nada falta, en la que tienen todas las comodidades y desde la cual aprueban medidas que restringen o eliminan derechos, sin importarles las consecuencias.

El remedio al desenfreno político que agrava la crisis lo tiene, al menos en la ley, la Junta de Supervisión Fiscal creada por el Congreso. Hasta ahora, lo único que impresiona es su presupuesto y la facilidad con la que gasta lo que el erario boricua está obligado a asignarle.

Esperemos que en el 2018 la jueza federal Laura Taylor Swain, a cargo del proceso federal de quiebra bajo el Título 3 de la ley PROMESA, establezca la hoja de ruta para nuestra recuperación.

Como vemos, siempre son otros los encargados de enderezar el camino que nos han torcido los gobernantes en los que hemos confiado cuatrienio tras cuatrienio. Y, aún así, no les da vergüenza.

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