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El cemento que nos une

La autora puertorriqueña Magali García Ramis escribió una vez: “Un tun tun de grasa y fritanguería recorre las venas borincanas, nos une, nos aúna, nos hermana por encima de la política y los políticos, los cultos y las religiones, la salsa y el rock, el matriarcado y el patriarcado”. Como anotación de este periodista en este 2017, quizás convenga mencionar que ahora habría que agregar el reguetón y el trap a las fuentes de la eterna discordia boricua.

Pero en todo lo demás el ensayo ‘La manteca que nos une’, publicado en 1993 y que, como el tema al que muerde, deja en la boca un gustito amelcochado mucho después de que se termina de saborear, dice verdad al plantear que la afición al maná grasoso, chorreante y pesado es el rango distintivo de los puertorriqueños de todas las castas, credos y tonos.

Mas hay otro vicio que tenemos los puertorriqueños incrustado en el alma, no culinario en este caso, pero que da una contentura de espíritu que se asemeja bastante a la que produce el asentamiento en el estómago de una alcapurria de las que empapan bolsas: el cemento.

Pocas cosas nos gustan tanto como las edificaciones de concreto grandes, con muchas vueltas, ostentosas, incluso hasta ridículas, que se ven, se pueden acariciar, dan sombra, huelen y hasta las que, abandonadas después de que se agotara su novedad, llamada también follón, llegan a apestar.

No hay gobernador, alcalde, legislador o hasta presidente de consejo vecinal que no sienta que hizo “obra” si no dejó como “legado” un sitio concreto, grande y rotundo, con una placa de bronce en la que la gente pueda leer a qué espíritus nobles le debemos la magnanimidad de tal regalo.

Poco importa que después de la pomposa inauguración con participación de dignatarios y curas o pastores el destino de tales obras a menudo sean las yerbas, las sabandijas, el moho, el Aedes aegypti, los actos inconfesables que no se pueden hacer a la luz del día y hoyos humeantes como de disparo en los presupuestos gubernamentales.

Abramos las ventanas de nuestras casas. Despeguémonos por un momento de las pantallas de los celulares. Respiremos nuestro país. Miremos a nuestro alrededor.

Lo vamos a ver: el centro comunal que lo menos que tiene es de comunal. El parque con columpios herrumbrosos. La cancha bajo techo, pero sin ventanas y sin luz. La intersección en permanente reparación. El parque acuático de costo multimillonario que solo abre un mes y pico al año.

La alcaldía con paredes de mármol, lámparas y finos ventanales de cristal, que alberga a un municipio que tuvo que reducirles los días de trabajo a sus empleados. La estatua llena de nidos, y otra cosa, de pájaros.

Ahí están el complejo deportivo de Vieques, construido hace casi 20 años por $10 millones y en el que nadie todavía ha encestado un canasto ni bateado una bola.

Ahí están la hemorragia de redondeles y rotondas en Guaynabo City. Ahí está el parque municipal José N. Gándara, casi oculto por los yerbajos, como un monumento a la incompetencia en el corazón de la avenida Roosevelt, una de las vías centrales de San Juan. Ahí está la finca que compró Utuado por $2.5 millones para construir un coliseo que ya tenía y que, generosos como se es cuando el dinero no es propio, dejó al que lo vendió seguir usándola por tres años sin cobrarle un centavo.

Ahí están demasiados otros para mencionarlos en una sola columna.

Esta no es una afición de la que se pueda decir que es inocente del trago amargo de la bancarrota que pasamos como país.

Por el contrario, se le puede atribuir directamente.

La manía de hacer “obra” de cemento a la cañona es una de las principales causas de que el gobierno central no pueda pagar deuda y funcionar a la misma vez y que más de la mitad de los municipios no pueda sostenerse por sus propios medios y estén hoy enfrentados cara a cara con la insolvencia y la irrelevancia.

Como la afición a la grasa es la responsable de los altos niveles de enfermedades cardiovasculares en Puerto Rico, la afición al cemento es la responsable de que las venas arteriales del Estado estén tapadas y el Gobierno esté en cuidado intensivo.

Hacer “obra” sin que se tengan los medios es de por sí una práctica administrativa muy mala, que, si no lo es, debía ser delito. Lo es más cuando el gobierno central o el municipio que lo hizo no tiene los medios después para mantener la edificación y, pasada la fiebre de la inauguración, cobrado el importe correspondiente en votos y habiéndole tomado la foto que pondrá en el anuncio de campaña, la deja en el abandono.

El año pasado, la contralora Yesmín Valdivieso le dio una mirada a este problema. Fue una mirada apenas, como una encuesta.

Encontró que en solo seis años, 17 municipios habían invertido $35 millones en obras que no tenían absolutamente ninguna utilidad.

Algún día alguien debería irse municipio por municipio, censar cada “obra” que hoy ni tiene uso, e incluso las que la tienen pero son innecesarias y/o costaron mucho más de lo razonable, y decirnos cuánto menos profundo fuera el hoyo en que estamos. Es información que quizás ni nos conviene saber, porque podría tener en nuestro corazón el mismo efecto de pasarse 30 años comiendo bacalaítos fritos en manteca ‘El cochinito’.

Mayormente se trata de dinero nuestro echado al zafacón. O mejor dicho, no echado al zafacón, sino al bolsillo de los amigos de la casa o del alma, contribuyentes políticos y compadres que por años se han enriquecido a costa del trabajo de los puertorriqueños decentes y obtuvieron los contratos para construirlos.

Uno junta eso con los millones que han gastado todos los gobiernos en el cuido de su imagen, con los incentivos contributivos multimillonarios, pero inservibles, a empresas, entre muchos otros despilfarros a los que nos tienen acostumbrados nuestros gobiernos, y sabe que no es ninguna sorpresa que hayamos llegado al punto de crisis e insolvencia en que estamos.

Y uno piensa que todo ese despilfarro se dio mientras en las escuelas faltaban libros y materiales y a los niños de educación se le peseteaban sus servicios, entre otras carencias que nos atosigaron, y no puede menos que sentir unas tremendas ganas de decir muchas malas palabras.

A la verdadera obra, la que realmente nos convenía, la que necesitábamos, como educación de calidad, salud accesible, esparcimiento cultural, conocimiento y reconciliación con nuestra propia historia, a eso, de verdad, no le dieron nada. Es que éramos locos con el cemento y aplaudíamos a rabiar al político que nos lo diera, porque es algo se ve, se puede tocar, nos parece nuestro, nos sirve para una foto en Instagram, llena los ojos.

Nosotros, los puertorriqueños, si no es algo concreto no nos gusta; si no es un plato reluciente de grasa, que nos pese en el estómago, es como si no hubiéramos comido.

El cemento nos une. La manteca nos une. Bueno que nos pase esto, pues.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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