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La crisis, un collar

Está la crisis de los bonos, que se manifiesta, principalmente, en el esófago de los interminables rascacielos de Wall Street, allá donde gente encorbatada trafica con cientos de millones de dólares que casi nadie ha visto nunca, pues no es dinero líquido, cascajo como le decimos acá, sino líneas que suben y bajan en una gráfica de computadora, pero que en sus desplazamientos de un banco a otro pueden significar quién se enriquece y quién se empobrece, quién vive y quién muere.

Esa es la crisis de la que nos hablan todos los días cuando nos recuerdan que Puerto Rico tiene una deuda de por los menos $72,000 millones y que el Gobierno tiene tremendas dificultades para reunir el dinero para pagar y dar servicios al mismo tiempo.

Pero hay otra crisis, más cercana a nosotros, metida, para decirlo bien claro, en la médula de nuestra cotidianeidad, que se nos muestra mucho más a menudo de lo que algunos quisieran imaginar.

Es la crisis que nos acaricia con su mano de animal peludo cada vez que pagamos el 11.5% por los bienes de consumo; cuando, al pasear plácidamente por uno de nuestros bellos campos el carro cae en un hoyo y se nos rompe una goma; cuando vamos al buzón al regresar del trabajo y no ha llegado el reintegro; cuando perdemos horas y días en un trámite inocuo que en otros sitios toma minutos, como es sacar o renovar la licencia de conducir.

Es la crisis que vivimos cuando vemos que nuestros niños no tienen materiales en sus escuelas o cuando los beneficiarios del plan de salud del Gobierno no encuentran un médico especialista que atienda la dolencia que les amenaza la vida porque ya no recibe pacientes, o se fue de Puerto Rico, debido a que no se le paga.

Es la crisis que sentimos en la piel cada vez que tenemos que bañarnos con cubetazos en medio del odioso racionamiento de agua que va a durar más de lo que jamás temimos o la que nos da un recordatorio cada vez que se nos va la luz, cosa que pasa con mucha más frecuencia de lo que las autoridades están dispuestas a reconocer, pues hay sitios que tienen apagones todos los días, con una precisión casi matemática, como si también se hubiese impuesto, en secreto, sin avisarnos, racionamiento de luz.

A las dos crisis las vinculan lazos de sangre. Son madre e hija, carruajes de un mismo tren, lunes y martes.

La crisis de los bonos, la deuda, las degradaciones, el impago, todo eso que tan distante sentimos a veces, es la madre de la otra crisis, la que nos tiene ahogados en impuestos, con las carreteras destruidas, la que han obligado al Gobierno a quedarse con el dinero que nos debe de lo que nos sobró de nuestras contribuciones, la que tiene a las agencias públicas sin recursos para funcionar.

Veamos dos ejemplos.

Los expertos coinciden en que el racionamiento de agua se debe más a la incompetencia de las autoridades que al clima. Con buen manejo de los embalses y eficiencia en el funcionamiento de la Autoridad de Acueductos y Alcantarillados (AAA) no estaríamos pasando por esto, como en el estado de California, donde hace cuatro años que no cae ni un aguacero, pero la gente tiene agua en sus casas.
No obstante, ya que llegamos aquí, habría cosas que se pudieran hacer para que podamos bañarnos con ducha a diario, cosa que, acá entre nosotros, debería ser un derecho humano. La AAA podría haber desarrollado proyectos de emergencia, alquilado plantas desalinizadoras de agua, algunas otras cosas así. Pero para eso necesita dinero que no tiene.

Esta semana trató de hace un préstamo de $750 millones y por la fama de mala paga que ha cogido Puerto Rico recientemente no pudo hacerlo.

Pasa lo mismo con la luz.

Los apagones, accidentales o planificados, ocurren porque la infraestructura de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) es obsoleta y frágil. Y así vamos a tener que chupárnosla por buen tiempo porque la AEE vale más de lo que debe y, aunque está negociando con sus acreedores a ver si se quita un poco el peso de su inmensa deuda, no es previsible que tenga pronto el dinero que necesita para modernizar su infraestructura y evitarnos el mal rato de los constantes apagones.

Así, podemos dar mil ejemplos de todo lo que no sirve en este país, de todo lo que perdimos, de todo lo que no podemos hacer por el drenaje inmenso que le representa la deuda a nuestro país. Las carreteras inservibles porque no hay dinero para repararlas; las escuelas públicas cayéndose en cantos; los médicos abandonando por montones el plan de salud del Gobierno; el Gobierno confiscándole el dinero a los ciudadanos.

La crisis, como ven, no es solo de los encorbatados de Wall Street, ni de bonistas sin rostro, ni siquiera es solo del Gobierno.

Pedro Rivera, María Sánchez, Agustín Ortiz, Teresa Santiago, Jacinto Rodríguez, Rebeca Pérez, Alberto Martínez, Margarita García, Jorge Hernández, Rosa González, la mayoría de nuestros ciudadanos, la viven a diario, la llevan colgada del cuello como un collar, porque todos los días, por la mañana a mediodía o en la noche, se topa, cuando menos se lo espera, con una o muchas dificultades que le hacen recordar que vive en un país quebrado por el peso pantagruélico de una deuda que no puede afrontar si no es a fuerza de duras privaciones.

Encontrar cómo manejar eso es la gran tarea del Puerto Rico de hoy.

Es, realmente, lo único que importa, pues por ese peso sobre nuestras espaldas no hay manera de hacer nada más. Todo lo que un político le prometa, todos los planes bonitos de los que le hable en mensajes con música tipo Richard Clayderman de fondo, todo es vana ilusión. Nada se puede hacer si no se maneja primero el problema de la deuda.

Exijamos planes concretos que dependan de nosotros mismos, sea reestructuración, despidos, privatización, impago, lo que sea, pues la realidad de nuestro país en este momento es esta: todo lo que se hable sin hablar primero de la deuda, es paja.

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