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Las cosas por su nombre

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El refugio

Era la horaen que tenía que estar aprendiendo versos de Góngora, el contenido de lascélulas o estudiando la correspondencia entre Martí y Betances. Estaba, encambio, corriendo caballo por un barrio de Juncos, en compañía de un adulto conrécord criminal con el que no tenía vínculo familiar.

Tenía queestar practicando la flauta, el saque del voleibol o la geometría. Estaba, en cambio, siendo asesinado a balazos.

Esoes bien a grandes rasgos lo que le pasó el jueves a las 3:30 de la tarde aYachiel Colón Caraballo.

Tenía 13años, vivía junto a su madre y tres hermanos menores en el residencial NarcisoVarona en Juncos, le gustaban los caballos, el dominó y los gallos y estaba enla calle porque había sido suspendido de la escuela Fulgencio Piñero Rodríguez,donde cursaba el sexto grado.

Lasola mención de su nombre el viernes hacía llorar a algunos de sus compañerosde escuela, perfectas criaturas enfrentadas de súbito a la realidad insufriblede que crecen en un país en el que saber de alguien muerto a fuego y plomo esalgo cotidiano. La sola mención de hechos así, de niños que son asesinados enla calle a horas en que debían estar en la escuela y de otros que empiezan aver tales tragedias como algo normal, nos debería hacer llorar a todos.

Yachielcrecía en lo que los sociólogos denominan como “ambientes tóxicos”. Esto es,viven en un mundo en el que la violencia, la droga, el narcotráfico, la pobrezamaterial y espiritual, la marginación y la muerte, son cosas cotidianas, sonvistas como lo natural, lo normal.

La mayoríade nosotros, estaría meses llorando a un hijo de esa edad que nos maten. Eljueves, cuando agentes de la Policía llegaron al hospital donde yacía elcadáver de Yachiel, no había nadie allí. 

Miles ymiles de niños crecen hoy, bajo nuestras narices, ocultos bajo la costra denuestros prejuicios, detrás de las altas paredes de los residenciales o en loslaberintos inescrutables de barrios a los que no nos atrevemos entrar a menosque sea para capear, en ambientes así.

Nosotros,los que estamos acá, al otro lado de la verja, que vivimos en urbanizacionesseguras, que podemos enviar a nuestros hijos a buenas escuelas, no seríamoscapaces de imaginar jamás cómo es la vida donde hay un punto de drogas en cadaesquina y a fulano lo mataron la semana pasada, a mengano la anterior yperencejo hace tres.

 Haceun tiempo, este diario publicó un artículo estremecedor que pretendía dar unaidea de esta monumental tragedia. Maestras de la escuela elemental delresidencial Monte Hatillo en Río Piedras les pidieron a sus alumnos queexpresaran por escrito sus inquietudes.

Lo quesurgió de ese ejercicio podía quebrarle la voluntad a cualquiera.

“Apenasempiezan a vivir y ya están pensando en la muerte”, empezaba diciendo elartículo de la reportera Camile Roldán Soto, que pasaba entonces a relatar cómolos niños contaban de largas noche intentando dormir bajo sus camas por miedo alas balaceras que a toda hora se desataban en las afueras de sus apartamentos,el terror que sentían de que le mataran a un hermano, a mamá, a papá o a unprimo y de cómo llegaban a la escuela cayéndose de sueño porque la noche antes“los guardias se la pasaron tumbando puertas”, entre muchas otrascircunstancias así de insoportablemente dolorosas. 

Esteproblema surge de un enjambre de circunstancias sociales, económicas, políticase históricas que no es posible discutir en esta columna. Lo importante es quecomprendamos que existen mundos así, tan opresivos que quienes viven en ellosmuchas veces no son capaces de imaginar ninguna otra forma de vida y queentendamos que, paso a paso, se puede solucionar.

El primerpaso está ahí, a la vista de todo el que lo quiera ver.

En PuertoRico, no hay muchos niños que no vayan a la escuela elemental. Para muchos, sesabe, es donde único ven orden. Es donde único alguien los escucha. Es dondeúnico puede jugar sin miedo a una bala perdida. Es donde único comen caliente.

Másimportante aún: es donde único se les puede transformar, mostrarles que hayvida más allá de la violencia y de la muerte, inculcarles el amor por elconocimiento y por la vida, hacerlos ciudadanos de bien.

Por cadauno que nos llegue a la escuela y devolvamos a la sociedad con una nueva ideade lo que se puede lograr en la vida, tendremos diez problemas menos después.

Por eso estan importante transformar la educación pública. Por eso es que sin duda una denuestras mayores tragedias es el acelerado deterioro de las escuelas públicas.

Por esoindigna y ofende las justificaciones de los que antes estuvieron a cargo y delos que están ahora también. Por eso da pena y tristeza que a esta hora, décadasdespués de que se empezara a derrumbar la educación pública, y a casi dos añosde que el actual gobierno haya asumido el mando, no se vea ninguna mejoría yestén en la Legislatura y que “estudiando” el problema. Parecería que no vivíanen Puerto Rico antes de ser electos.

Yachielhabía fracasado algunos grados. Su padre había sido asesinado el 7 de mayo de2003 en una de esas “masacres” que ya ni nos sobresaltan. Vivía en un semillerode crimen, muerte y pobreza. Es evidente que necesitaba atención especial, quecon su familia posiblemente no se podía contar. Es evidente que suspenderlo,devolverlo al ambiente tóxico del que podía protegerse en la escuela, no era laopción correcta. No era la opción humana.

Lasescuelas públicas pueden ser el refugio en el que recibamos en nuestros brazosa todas esas hermosas criaturas y los devolvamos a la sociedad convertidos enciudadanos nuevos. Tenemos que transformarlas ya. Hoy, no mañana.

Sin másexcusas. 

(benjamin.torres@gfrmedia.com,Twitter.com/TorresGotay)

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