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El regreso de Muhammad

 

Esto lo escribí hace algunos años como columna de boxeo en El Nuevo Día.

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Una monjita de la escuela católica de Santurce en la que yo estudiaba, Sister Nimeacuerdo, fue quien primero trató de influenciar mi opinión acerca de Muhammad Ali, así como la de los demás estudiantes de aquella clase de primer o segundo año de escuela superior. Pero sí me acuerdo un poco de ella: era joven, delgadísima, y de piel oscura -lo cual quedaba aún más resaltado por la envoltura de su hábito blanco, con capucha y todo, como usaban las monjas entonces.
Su distintivo especial, sin embargo, es que siempre estaba seria y parecía estar de mal humor: ignoraba por completo la sonrisa de éxtasis espiritual que, según deduzco ahora, las ponían a practicar frente a un espejo todas las mañanas antes de salir del convento hacia la escuela.

 

ali
Aquella mañana, en su clase de religión, por alguna razón le dio con comentar la famosa acción de Ali al rehusar el servicio militar obligatorio por su reciente conversión a la creencia musulmana y su oposición a la guerra, y dijo algo así como: “Muhammad Ali dice que no quiere pelear en la guerra… ¿y a qué se dedica él? Pues… a pelear”.
Emitió entonces una sonrisita irónica, más que satisfecha con su persona por haber desenmascarado un acto de hipocrecía tan abominable.
Claro está que yo o algún otro estudiante -preferiblemente uno que no estuviera coqueteando con una C en religión- pudimos haberle señalado que había cierta diferencia entre caerle a puños a Sonny Liston o a Zora Folley, e intercambiar ráfagas de ralleta en Viet Nam, pero nadie se atrevió.

 
En mi caso, de hecho, debo reconocer ahora con algo de vergüenza, que mi actitud frente a Ali, a quien hasta hacía poco todos habíamos conocido como Cassius Clay, no distaba mucho de la de Sister Nimeacuerdo. Tal vez motivado por las opiniones de los comentaristas deportivos de la época, que criticaban su fanfarronería y sus ‘payaserías’ sobre el ring cuando aún seguía defendiendo su título del peso completo, y que ahora, al igual que la suspicaz monjita, parecían creer que el súbito pacifismo del peleador no era otra cosa que una farsa más encaminada a salvarse de la guerra, yo tampoco lo aguantaba.
Y, cuando logró volver a pelear -primero contra Jerry Quarry y luego contra el toro argentino Ringo Bonavena, en lo que se suponía que fueran combates preparatorios antes de ir a arrancarle la cabeza a Joe Frazier, quien había aprovechado su ausencia forzosa para apoderarse ilegítimamente de su corona=, admito que yo era de los muchos que veía sus peleas sentado al borde del asiento, ardiendo con la esperanza de que alguien por fin lo derrotara y le callara la boca… al menos por algunos minutos.

 
Gradualmente, sin embargo, y sin estar del todo de acuerdo con ello, sentí cómo mis simpatías empezaron a desplazarse hacia la acera del frente como niñitos desobedientes que ni siquiera habían mirado hacia ambos lados antes de cruzar la calle, y recuerdo cómo sufrí primero su devastadora derrota ante Frazier en 1971 y, dos años más tarde, su inesperado revés ante un desconocido Ken Norton, quien, para colmo de la humillación, le fracturó la mandíbula y le mantuvo silenciado por buen tiempo.
Ya cuando Ali Ali inició su cruzada por enderezar todos los males y reinstalarse en el máximo pedestal, primero vengando a duras penas su derrota ante Norton y luego, con menos problemas, la que le había costado su invicto ante Frazier, mi corazón palpitaba cien por ciento a favor suyo.

 
Fueron para mí, sin embargo, unas victorias agridulces: bien sabía yo que le acercaban cada vez más una pelea que, para mí, implicaría su devastación total: frente a George Foreman.
Foreman era entonces el anti-Ali -un simpatizante absoluto de la política exterior de los Estados Unidos que en las agitadas Olimpiadas de 1968 en México, cuando otros atletas negros de su país protestaban con el puño izquierdo en alto, él había ondeado orgulloso una banderita americana mientras celebraba sobre el ring su medalla de oro del peso pesado.
No había dejado de ondearla en el profesionalismo, pero, al mismo tiempo, había ido aniquilando a la oposición con una mezcla de pegada demoledora, instinto asesino y rabia enfurecida que parecía provocar que sus rivales ya subieran al cuadrilátero preguntándose cuál sería la parte más mullida de la lona donde después les gustaría acostarse a dormir.

 
A Frazier lo había tumbado seis veces para arrebatarle la corona en Jamaica y, su primera defensa fue en aquella famosa pelea de Tokio a la que una Nydia Caro que todavía no había tenido el gusto de conocer a Tego Calderón fue llevada para cantar La Borinqueña y, según se dice, todavía estaba bajando las escalinatas cuando ya el árbitro estaba contándole los diez segundos al apabullado Joe King Román.
Un visiblemente acobardado Ken Norton, el otro némesis de Ali, le duró también menos de dos episodios en Caracas en su segunda defensa, por lo que, tanto para mí como para buena parte del hemisferio occidental, estaban más que justificadas las apuestas que, según se decía, favorecían a Foreman por más de 5-1 sobre Ali cuando finalmente se programó la superpelea entre ambos, para octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire.

 
Recuerdo que un día, cuando iba de una clase a otra por uno de esos largos senderos de la Yupi -donde ya yo estaba estudiando para entonces- escuché que un estudiante le decía a otro: “Foreman es tan y tan fuerte que, si le mete un puño al poste ése que está ahí, lo tumba”.
Y créanme que no me pareció una exageración.
Esa imagen -Ali derrumbándose y quedando insconsciente sobre la lona- fue una de las que, de ahí en adelante, comenzó a afectarme el sueño a medida que, con un paso inexorable y totalmente desconsiderado con mi sufrimiento, iba acercándose el día de la pelea, y, de hecho, de la única manera que pude dormir en esas noches finales fue consumiendo cantidades considerables de somníferos y otros calmantes.

 
Afortunadamente, la pelea no la televisaban en vivo: había que ir al Coliseo Roberto Clemente y otros lugares para pagar y verla por circuito cerrado. Eso quería decir que yo no me enteraría de su resultado, seguramente nefasto, hasta bastante entrada la noche. Por si las moscas, sin embargo, tomé más somníferos y me acosté más temprano que nunca -eran como las ocho-, para cerciorarme de estar bien dormido cuando mi ídolo estuviera rodando por la la lona y Foreman con una sonrisita burlona ondeando su banderita de Estados Unidos encima de él.
Y así hubiera seguido hasta que hubiese salido el sol de no haber ocurrido un accidente inesperado: a eso de las tres de la mañana, un ruido estrepitoso levantó a todos en casa. Cuando nos asomamos a la ventana de nuestro apartamento de segundo piso -que daba a un trecho de la Baldorioty de Castro- nos percatamos de que lo que había producido el ruido había sido un carrito pequeño -un Renault, si mal no recuerdo- que se había estrellado de frente contra un poste, y éste le había caído encima, aplastando a su infortunado conductor.

 
Mientras contemplábamos la desgracia y escuchábamos el rugido in crescendo de las sirenas, me acordé de algo y, corriendo, salí a prender el televisor.
No había noticieros a esa hora, naturalmente, pero para esa época Cable TV sí tenía un canal en el que uno podía leer, línea por línea y párrafo a párrafo, el hilo en inglés de Prensa Asociada. En aquellos precisos momentos estaba entrando el primer agregado de una historia que llevaba como título: ‘Ali noquea a Foreman en el octavo; reconquista el título mundial’.
Estoy seguro de que, al menos durante los primeros segundos, mi familia estuvo convencida de que mis gritos y mis brincos descontrolados por toda la casa eran un ataque de histeria debido a la proximidad de un accidente casi mortal -el conductor, que estaba borracho, resultó ileso; o, por lo menos, con la clavícula y pocas costillas fracturadas-, y no la manifestación de la felicidad más absoluta que yo había experimentado en toda mi vida hasta entonces.
Después de todo, sí se había caído un poste esa noche, pero, por suerte, no había sido Muhammad Ali.

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El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y es el autor de San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad.
(ceuyoyi@hotmail.com).
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