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Adiós a un verdadero inmortal

En otras épocas, cuando moría un músico famoso, algunas estaciones de radio lo honraban poniendo sus canciones, una tras otra.
De hecho, era de esa manera que mucha gente se enteraba de que la gran figura había muerto, hasta el punto de que cuando uno escuchaba que en la radio estaban poniendo demasiadas canciones seguidas de un artista en particular, lo primero que preguntaba era, “¿se habrá muerto?”
No era necesario que nadie dijera nada.
Estoy seguro de que un día como hoy, horas después de que se informara del fallecimiento de Muhammad Ali, muchos vamos a desear que algún canal de TV solo se dedicara a poner una de sus peleas tras otra.
Eso no solo nos permitiría a muchos volver a disfrutar de su grandeza, y a muchos que quizá nunca llegaron a verlas antes, experimentarla de primera mano.

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“Float like a butterfly, sting like a bee”… Muhammad Ali.
Que no lo dude nadie: la grandeza de Ali estuvo en el boxeo. Ni siquiera hablemos de sus triunfos, de sus peleas más espectaculares -ante Liston, Frazier, Foreman, etc.-. Hasta con el rival más ínfimo Alí se encargaba de llamar la atención.
No ha habido un boxeador que siquiera se le acerque en elegancia sobre el ring: la forma en que tiraba sus golpes, o se inclinaba hacia atrás para esquivar los que le tiraban…
Ni siquiera importaba que los expertos en boxeo opinaran que, técnicamente, él todo lo hacía mal, aunque lo superaba gracias a su velocidad de piernas y manos, nunca antes vista en un peso completo: que lo correcto, para esquivar un golpe, era hacerlo con movimientos laterales o de torso, y que era absurdo que su ofensiva se limitara al jab y al recto de derecha, apenas tirando ganchos de izquierda y jamás de los jamases lanzando golpes al cuerpo.
Larry Holmes, quien a principios de su carrera le sirvió de chata, se reía con su arrogancia habitual cuando lo comparaban con él, como dejando entrever que la comparación le resultaba ofensiva, y hasta insinuaba que Ali no podía con él en los guanteos.

 
Pero esto era como la arrogancia que puede tener un guitarrista de gran preparación técnica, frente a uno que aprendió por su cuenta y ni siquiera sabe agarrar la guitarra de la forma correcta, pero posee mucho más talento que él: con su estilo personal y ‘equivocado’, Ali barrió el piso con incontables peleadores de posiblemente mucha mejor técnica que él.
Claro, en lo que Holmes -ni nadie- podía compararse con Ali era en atractivo, arraigo, simpatía, carisma… Ali no tan solo paralizaba el mundo cuando tenía una de sus peleas importantes, sino que lo partía en dos: los que simpatizaban con él y los que no podían aguantarlo.
Claro, era algo que iba más allá del boxeo: Ali había polarizado a la sociedad estadounidense con su cambio de nombre -renunciando al ‘Cassius Marcellus Clay’ que consideraba su “nombre de esclavo-, con su conversión al Islam y luego al rehusar ingresar al ejército en plena guerra de Vietnam, convirtiéndose –quisiéralo o no- en uno de los principales líderes mundiales del siglo XX.

 
Y también, en plena efervescencia juvenil de los sesenta, en un ídolo de la juventud que clamaba contra la desigualdad social, pero también en un paria para los elementos más conservadores de la sociedad.
Sus posturas, de hecho, le costaron el tener que dejar de pelear desde 1967 hasta 1970 -los que probablemente hubiesen sido los mejores años de su carrera- cuando, luego de que fuera hallado culpable y sentenciado a cinco años de cárcel por rehusar cumplir con el servicio militar obligatorio, las principales comisiones boxísticas de los Estados Unidos rehusaron avalar sus peleas.

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Esquivando un golpe con su estilo característico.
Claro que Ali no cumpliría ni un día de cárcel –a la larga la Corte Suprema revocó el fallo- y de haberlo querido hubiese tenido la opción de pelear en sitios como Wichita o fuera de los Estados Unidos, pero el respaldo de la televisión probablemente hubiese sido nulo.
A la postre, él prefirió convertirse en activista y en uno de los principales opositores a la guerra de Vietnam, ofreciendo charlas a los estudiantes en numerosas universidades.
Pero Ali ofrecía mucho más: tenía un sentido del humor insuperable, como lo demuestra -entre miles de ejemplos- lo que él consideraba el poema más corto de la historia: “Weeeeee! Me”.
No en balde era invitado frecuentemente a los programas de entrevistas y de comedia de la televisión.

 
También, según se cuenta, hubiese podido ejercer una segunda carrera como mago: el agente de boxeadores Robert Mittleman contó ayer en Facebook cómo conoció a Ali en una de las peleas de su hija, Laila, y cuando le presentó a su propia familia, Ali procedió a levitar a una de sus propias hijas, Rose, haciendo que esta se despegara varias pulgadas del pavimento.
Y, hay que admitirlo, fueron sus ejecutorias fuera del ring lo que realmente ‘levitaron’ a Ali a otro nivel, uno que le convierte en una figura increíblemente más importante que cualquier otro gran atleta, llámese este Michael Jordan, Hank Aaron, o Pelé.
La grandeza de Ali no estaba en cuántos millones seguía ganándose cada año, ni en cuántos auspiciadores tenía, sino en que, en sus últimos años, era considerado como todo un patriarca inmortal por diferentes jefes de estado.
Tal vez por eso, me resulta molestoso ahora escuchar los testimonios y lamentos de figuras de todo tipo -boxeadores, deportistas, historiadores deportivos, hasta políticos- expresando su pesar por la muerte de Muhammad.

 
Hasta me parece ofensivo que alguien de esta época, especialmente alguien ligado a este nuevo mundo en el que la popularidad y la relevancia se mide a base de seguidores de su cuenta de ‘twitter’ y tal parece que todo es ‘histórico’, ‘icónico’, ’emblemático’, ‘legendario’ o ‘inmortal’, tenga la desfachatez de atreverse a hablar de Muhammad Ali… como si estuvieran en un mismo nivel.
Peor aún, gente que pone en ‘twitter’ o Facebook fotos en las que aparece sonriendo junto a él, como si de cierta manera fueran a absorber parte de su grandeza.
Por eso, igual que cuando muere un músico famoso, lo único apropiado es dejar que la gente vea sus peleas, una tras otra.
Es la mejor manera de escuchar el concierto de la vida de este verdadero inmortal.

 

 

El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y es el autor de San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad.
(ceuyoyi@hotmail.com).
En twitter, 6418luis En Facebook, Jorge L. Prez

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