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Puerto Rico necesita reformas institucionales

Los padres fundadores tenían muchísimas diferencias cuando discutían las disposiciones que debía tener la Constitución de los Estados Unidos. Desde el tamaño y poder del gobierno federal hasta el comercio intraestatal, las discrepancias ideológicas marcaban la discusión de los temas. Sin embargo, estos primeros políticos estadounidenses guardaban consenso sobre un asunto: la naturaleza humana es egoísta, por tanto, las instituciones, a través del sistema de checks and balances, por ejemplo, tienen que servir de motor contra la corrupción.

El gobierno de Puerto Rico, a través de los años, ha demostrado que la suposición principal de Madison y compañía parece ser cierta. Diariamente podemos leer en los diarios del país noticias de corrupción, cuya raíz se encuentra en la alta politización institucional. El WhatsAppGate, es solo un ejemplo de cómo cada cuatro años, organismos tan importantes como la Comisión Estatal de Elecciones, el Departamento de Educación y la Universidad de Puerto Rico cambian de colores. Esto no solo es un obstáculo evidentemente visible para el desarrollo económico, sino que aumenta el clientelismo político que destruye la meritocracia y erosiona la ya lacerada confianza del pueblo en el gobierno, tan importante para una democracia.

La vox populi sobre cómo resolver el problema de corrupción es votar por mejores candidatos. Además de idealista, esta propuesta asume, entre otras muchas cosas, que el individuo no se corromperá cuando llegue al poder. En otras palabras, es como si estuviéramos jugando ajedrez con un tablero roto y cambiáramos las fichas para resolver el problema.

El momento histórico por el que pasa el Puerto Rico post-María no solo exige mejores actores políticos, sino reformas sistemáticas fundamentales. La discusión sobre la corrupción no debe limitarse a castigar a los individuos implicados, sino que debe ir a la esencia. La ciudadanía debe preguntarse qué cambios a las estructuras de gobierno se pueden hacer para dificultar la corrupción. ¿Debemos establecer elecciones de medio término? ¿Los alcaldes deberían tener términos limitados? ¿Deben los gobernadores nombrar a los jueces del Tribunal Supremo? Las respuestas a estas y otras preguntas no colocarían una curita en la herida, sino que evitarían la cortadura. Los tiempos exigen discusiones de política pública seria y responsable.

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