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Escocia acaba de votar en contra de la independencia.

Antes de la votación, sin embargo, los propios dirigentes de los principales partidos británicos, temerosos de que ganara el Sí, prácticamente se encargaron de convertir la consulta en un referéndum entre “independencia o plena autonomía”.

Esa era la pregunta original, dice el profesor Jaime Lluch – experto en estos temas-, que había planteado el ministro primero de Escocia, Alex Salmond, quien acaba de renunciar a la presidencia del Partido Nacionalista Escocés para facilitar la transición hacia el proceso que debe redundar en un nuevo acuerdo autonómico para Escocia y probablemente un nuevo Reino Unido. 

El reclamo original de los nacionalistas escoceses era celebrar una consulta para asegurar un cambio en la relación entre Escocia y el Reino Unido: independencia o plena autonomía (devolution max).

El análisis de Lluch, profesor del departamento de Ciencia Política de la UPR y autor del libro ‘Visions of Sovereignity: Nationalism and Accommodation in Multinational Democracies’, es que el gobierno del primer ministro británico, David Cameron, consideró que plantearle a los escoceses la pregunta independencia “Sí” o “No” aseguraba mantener el “statu quo”.

La encuesta de hace dos semanas, que puso en perspectiva una posible victoria del Sí, cambió todo.

Los tres principales partidos británicos le encomendaron al exprimer ministro Gordon Brown, escocés y cuyo partido Laborista es el segundo después del Nacionalista en Escocia, prometer plena autonomía si ganaba el No.

La promesa – junto a las amenazas económicas de la industria bancaria y Londres – frenó el avance independentista o sacó a votar a más de los que quizá se esperaba. El resultado ya es conocido, 55% de los residentes de Escocia prefirieron votar en contra de la independencia. Un 45% dijo que sí.

Ahora le toca a los partidos británicos cumplir y, advierte Lluch, todas las demás naciones-estado que forman el Reino Unido – Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte-, van a reclamar su pedazo del pastel.

Brown dijo ayer – como había indicado el primer ministro Cameron -, que van a echar hacia delante el proceso encaminado a una plena autonomía. ¿Cuál será el equilibrio final de la división de poderes? ¿Se transformará el Reino Unido en una federación de estados? ¿Habrá cambios en la estructura del Parlamento británico?

Las respuestas comenzarán a conocerse de ahora a enero, cuando el gobierno británico debe entregar su propuesta de ‘máxima autonomía’.

El proceso de todos modos ha sido ejemplar. Desde Westminster, aunque fuera por la confianza inicial en la victoria del sí o en el convencimiento de que podían echar a un lado el reclamo de nuevos poderes, a Escocia se le brindó no solo la oportunidad de expresarse sino la garantía de implantar los resultados. 

No es poca cosa. Es el proceso vinculante que Washington nunca le ha ofrecido a San Juan.

El gobierno estadounidense se limitó hace más de medio siglo a ofrecer una Constitución y la formación de un gobierno que pudiera administrar los asuntos locales, siempre dependientes del Congreso y la Constitución federal.

Sesenta y dos años después de aquel proceso, la relación no ha avanzado. Peor aún, el pasar del tiempo lo que ha hecho es develar cómo el gobierno federal se expande sin que los puertorriqueños  – contrario a Escocia – participen de las decisiones del gobierno central.

Autonomía máxima no ha estado en el menú. Contrario al Reino Unido, en Estados Unidos no cuaja el concepto de que un estado sea también una nación. Y el proyecto de independencia en Puerto Rico fue reprimido a tal grado que después de 1952 nunca ha podido recuperarse en las urnas.

Después del No en Escocia,  el debate nacionalista e independentista a nivel internacional se centrará en Cataluña, donde los catalanes se proponen convocar a un referéndum para el 9 de noviembre que no es reconocido por el gobierno español.

No debe olvidarse cuál fue la última voluntad de una de las dos cámaras del Congreso federal,  la Cámara de Representantes, la última vez que aprobó – el 30 de abril de 2010 -, la idea de reglamentar un proceso sobre el futuro político de Puerto Rico.

El proyecto original, del comisionado residente en Washington, Pedro Pierluisi, proponía una primera consulta entre el status actual o ir en busca de una relación política “diferente”.  En el segundo plebiscito, si se votaba en contra del status quo, competirían la estadidad, la independencia y la ‘asociación soberana’.

La Cámara baja federal, a través de una enmienda de la republicana Virginia Foxx (Carolina del Norte), cambió el concepto, para que aún si los puertorriqueños rechazaban el status vigente en el primer plebiscito las alternativas fueran cuatro en la segunda consulta: estadidad, independencia, asociación soberana y, otra vez, el Estado Libre Asociado. Es decir, si los boricuas de la isla decidían rechazar el status territorial actual, de todos modos se lo atragantarían en la segunda consulta.

De aquella votación, que era realmente una derrota, los proponentes de la medida salieron felices. 

Junto a la falta de presión sobre el resultado de la la primera pregunta del plebiscito local de noviembre de 2012, en el que el 54% rechazó el actual status territorial, y el alto porcentaje de votos en blanco en la segunda pregunta, la decisión de la Cámara baja federal de 2010 explica por qué ahora lo más que puede ocurrir es otra consulta criolla no vinculante para el Congreso en la que que el el gobierno del presidente Barack Obama se limite, a través de su Secretario de Justicia, a examinar la constitucionalidad de las alternativas de status.

Quizá, como los escoceses, en 2012 se debió hacer solo una pregunta. 

Si el plebiscito se hubiese centrado en definir si debía continuar o no el actual status territorial/colonial, quien sabe si ahora habría consenso en San Juan en torno a cómo obligar al Congreso – el que manda sobre la isla-, a informarle a los puertorriqueños cuales son las alternativas reales que tiene en este momento.

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