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Músculos, sudor y lágrimas

 

Hace unos meses, le dediqué buena parte de mi tiempo a prepararme para un 10K que se corría en el área metropolitana: desempolvé mis viejos tenis de correr, así como mi sudadera. Para culminar, me puse una cinta de tela alrededor de la cabeza y dos en las muñecas para mantener a raya el sudor en potencia.
Y luego estuve casi todo el sábado codeándome con los corredores, trotadores y “yogueadores” que merodeaban los quioscos promocionales, en medio de la expectación que suele ir “in crescendo” en vísperas de la gran carrera.
¿Qué hacía yo allí, se preguntarán ustedes, en especial los que saben que apenas he corrido diez metros en toda mi vida, y que los que sí he corrido han sido para llegar primero a una barra?
Sencillo: una vez leí un artículo que recomendaba que una de las mejores estrategias para “cazar” pareja era acudir a los gimnasios u otros sitios en que las mujeres estén ejercitándose de igual a igual con los hombres.
No sé por qué, pero es verdad: esas mismas mujeres que no lo mirarían a uno si uno las abordara en cualquier otra parte del mundo, se muestran mucho más amigables cuando uno se les acerca dando brinquitos, estirando músculos y chupando una botella de agua como un buen energúmeno.
Aunque esta vez no me fue nada bien, nunca olvido que, hace unos años, fue así que conocí a Gema, uno de los amores de mi vida.
Fue en un ‘pasta fest’, una de esas comilonas de pasta que se organizan en víspera de los maratones para que los corredores se inflen de carbohidratos. Allí vi a una muchacha de cobrizo pelo ensortijado y mirada ensimismada que le metía mano a un buen plato de espaguetis sentada a solas en una de las mesas y de inmediato me senté cerca de ella.


“¿Puedo?”, dije.
Ella me miró sumida en la mudez en lo que terminaba de masticar. Entonces dijo: “¿Tú eres de los que pide permiso después de estar sentado?”.
“Solo cuando me estoy enamorando”, le respondí.
Seguro estoy de que si hubiésemos estado en cualquier otro lado, ella no hubiera titubeado en mandarme para buen lugar. Pero en pleno ‘pasta fest’, donde todos estábamos hermanados por el amor a los ejercicios y el deporte, Gema me premió con la joya de su sonrisa.
Salí de allí con su número de celular y un acuerdo para vernos el día siguiente sobre el puente par de horas antes de la salida. Y así ocurrió. Lo sorpresivo, sin embargo, fue que ella compareció a la cita en sandalias y luciendo un trajecito con falda que no le quedaba nada mal, pero que no era lo más apropiado para correr un maratón.
“Me quité”, me dijo. “Creo que me chavó el comer tanto espagueti ayer”.

 
Le dije entonces que, en un gesto de solidaridad, tampoco correría esa tarde. Lo cual no me molestaba en lo más mínimo: mi plan original era salir corriendo tan pronto sonara el disparo de salida y, luego de un par de pasos, retirarme con elegancia de la competencia aduciendo un tobillo dislocado.
Días después, cuando ya había bastante confianza entre nosotros, Gema hubo de confesarme que ella no había corrido nunca en su vida y que la única razón por la que fue al ‘pasta fest’ había sido para conocer a algún hombre encantador.
“¡Y, por supuesto, acabaste fijándote en mí!”, grité embargado de la emoción.
“No celebres tanto”, me dijo ella. “Es que no vi a ninguno”.
Pienso que estaba bromeando.

Romeomareo2@gmail.com

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